En los reportes de la OCDE, Chile aparece año a año como uno de los países donde los egresados de la educación superior ganan más en relación con los que solo egresan de la educación secundaria. Esto ocurre para egresados de carreras universitarias y técnicas, para la población general (25-64 años) y también para los jóvenes (25-34 años). Es cierto, el ingreso relativo para los egresados jóvenes es menor que en generaciones anteriores, consistente con que son menos escasos. Pero sigue siendo muy alto, y en el caso de universitarios es el más alto de la OCDE. El desempleo también es menor en los jóvenes con educación superior.
No obstante, una mirada a los datos de mifuturo.cl revela una gran heterogeneidad en los resultados laborales de los egresados. Hay grandes diferencias según la institución, y otras tan o más grandes por carreras (de las que, quizás, se habla menos). De ahí que cabe preguntarse si a los 18 años, sin haber tomado un curso superior, es el momento adecuado para elegir carrera, o si más bien convendría tener una entrada amplia por áreas de conocimiento y especialización posterior, como en Estados Unidos.
Este escenario tan diverso, con ingresos relativos menores a los de antaño, hace difícil formarse una buena idea sobre qué esperar de la educación superior. Para un estudio recién publicado, en 2016 encuesté a 14 mil jóvenes prontos a egresar sobre sus expectativas de ingreso laboral y a 4 mil de ellos en 2017. La encuesta no era representativa, pero cubría todo tipo de instituciones y estudiantes. El 62% de los encuestados esperaba ingresos por sobre los que informa mifuturo.cl y, de hecho, al año siguiente el 65% ganaba menos de lo que pronosticó. La brecha promedio entre expectativas y resultados un año después bordeaba los $300.000 mensuales para los con expectativas incumplidas.
Pero el panorama no es todo negativo. El 25% ganaba más de lo que esperaba un año atrás. Además, hay mejores noticias en aspectos subjetivos del trabajo. En una escala de 1 a 7, cuánto se relaciona su trabajo con lo que estudiaron obtuvo 5,8, y su trabajo les gustaba 5,7; ambas, buenas notas. Estas notas fueron menores a las esperadas un año atrás para el 31 y el 37%, respectivamente.
El juicio a nuestra educación superior requiere mesura. No es cierto que ella esté produciendo un precariado o desempleo masivo, tampoco masas de personas insatisfechas con sus trabajos. Sus resultados son muy dispares y las expectativas, desajustadas, se incumplen muy seguido, frustrando a los jóvenes y sus familias. Ello exige, entre otras cosas, limitar las carreras sin una empleabilidad aceptable y empujar un ajuste de expectativas.
Por cierto, la educación superior no significa lo mismo que cuando solo una minoría privilegiada accedía a ella: no acarrea ese prestigio ni es sinónimo de alta cultura. De eso se trata masificar. Pero ofrece opciones razonables para grandes números de jóvenes y sigue siendo muy valorada por la sociedad. Quizás debamos detenernos en por qué, según la CEP de 2017, el país está abrumadoramente por seguir aumentando el acceso a la educación superior, mientras los grupos socioeconómicos altos son reticentes.