No vale la pena detenerse en los cambios de actitud o de opinión frente a la presencia de los militares en la vida cotidiana. Es cierto que hay quienes (el Presidente, algunos alcaldes) hasta hace poco la repudiaban y hoy la reclaman. Es cierto. Pero subrayar eso una y otra vez (el Presidente dijo esto alguna vez en las redes y ahora se desdice; este o aquel dirigente dijo esto otro que es distinto a lo que ahora asevera, y así) no conduce a ninguna parte, salvo a constatar que esa versión degradada del diálogo que son las redes parece haber invadido la esfera pública.
Pero eso no es lo relevante.
Lo relevante, lo que debiera llamar la atención, es el hecho de que se demande la presencia en la vida cotidiana de los militares, es decir, de quienes se han especializado en el empleo de la fuerza; de quienes, por antonomasia, son capaces de torcer la voluntad de otros mediante el uso de la fuerza física.
Y es que cuando ello ocurre no es una simple demanda de seguridad pública la que se formula, sino un síntoma de que las bases del orden están desapareciendo.
Ninguna sociedad funciona o descansa en el uso actual o eventual de la fuerza. Fue lo que dijo Talleyrand a Napoleón: con las bayonetas se puede hacer cualquier cosa, menos sentarse sobre ellas. Y ocurre que la sociedad, el orden civilizado, consiste en sentarse a conversar, a leer, a estudiar, a mirar esto o aquello, sin sobresaltos. No hay caso. Las sociedades no descansan sobre las armas. Por el contrario, son un sistema de usos sociales, una forma sedimentada, esclerotizada de costumbres más o menos inveteradas, de formas de comportamiento que revelan una cierta voluntad de convivencia, reducen la incertidumbre, achican la sombra del futuro y permiten a la gente cooperar entre sí y saber a qué atenerse. Esto no tiene que ver con la justicia. Hay sociedades que vistas desde fuera, por un observador externo, parecen profundamente injustas, y sin duda lo son, pero funcionan con la naturalidad de la respiración. Por eso llevan toda la razón Hayek u Ortega (el primero citando al segundo) cuando observan que el orden no es algo que les viene a las sociedades desde fuera de sí mismas, sino algo que les brota desde dentro.
Por eso cuando se demanda la fuerza para que los bienes más básicos de la vida social sean posibles, como está ocurriendo hoy en los barrios (donde la gente echa de menos llevar adelante eso que Conrad llamaba la bendita rutina del barco: salir al trabajo o a la escuela y volver indemnes, planificar una salida al parque, llevar el día a día sin sorpresas ni sobresaltos), se está ante un síntoma flagrante de una crisis severa.
Y eso, o el comienzo de eso, es lo que se está experimentando.
Durante mucho tiempo los intelectuales (y no solo los de izquierda, claro está) pensaron que el problema básico de la política consistía en poner límites a la fuerza del Estado y realizar ciertos fines globales de justicia. El orden social, esa extraña forma de espontaneidad que hace posible la vida, se daba por descontado. Y entonces arriscaban la nariz frente a quienes legitimaban el orden y destacaban sus virtudes (fueron los tiempos en que se hacía mofa de quienes integraban lo que se llamó el partido del orden) o se embarcaban en dibujar un horizonte de justicia que hacía olvidar todo lo demás.
Y lo que está ocurriendo ahora es lo que puede ser llamado una reacción conservadora.
No, no se trata del conservadurismo como ideología, sino del conservadurismo como una cierta sensibilidad hacia lo que constituye las bases de la vida social. Si hasta hace poco la cuestión fundamental era cómo hacer posible el máximo de autonomía para el máximo posible de personas, lo que está ocurriendo ahora, y es de esperar que dará lugar a reflexiones y discernimientos teóricos, es una cuestión distinta y bien mirada, hasta cierto punto, previa a esa: ¿cómo hacer posible el orden social, la cooperación pacífica y disminuir la contingencia?
La demanda de militares en las calles es una muestra de un problema y satisfacerla morigerará el problema; pero no lo resolverá. La sociedad chilena vive un momento de desclasificación (es el otro nombre que dio Durkheim a la anomia), las formas sociales se han debilitado y es necesario fortalecerlas o dar lugar a otras. Y esa tarea, que tomará años o décadas, no es, claro está, de los militares: es, sobre todo, de la educación y de la cultura y requiere minorías que quieran tener la razón y no solo tener a las audiencias de su lado.
Pero de esas ya no hay o hay pocas. Y ese es el problema.
La reacción conservadora