Aún no se secan las lágrimas por la prematura partida del Presidente Piñera, ni se apagan todavía los ecos de los edificantes discursos de despedida, cuando el país ha vuelto a la misma atmósfera, si no peor, de aquella previa al día en que, compungido, encajó la tragedia de su muerte. Las ilusiones de que la conmoción compartida ante el sinsentido, la empatía hacia el dolor ajeno, el repaso de juicios oxidados por el paso del tiempo; en fin, todo eso que en un momento nos hizo creer que luego de sus emotivas exequias podríamos entrar a una fase de mayor amistad cívica y colaboración, se ha hecho humo. Cada cual ha vuelto a su trinchera; cada cual ha vuelto a refocilarse en su rencor; cada cual ha recuperado su insaciable sed de reparación por agravios inmemoriales; cada cual ha retomado su papel de víctima perpetua de crueldades e incomprensiones pretéritas.
Las noticias se han vuelto abrumadoras. No solo las de la televisión, el eterno chivo expiatorio. Hay un filtro que lo tiñe todo. Nada avanza, todo retrocede. Cualquier éxito tiene un “pero” que lo derrumba. Todo signo de recuperación es opacado por el listado de lo que aún falta. Pasó con los resultados del Simce: los logros —que son de Chile entero, no de una administración— fueron abatidos por la contabilidad de las carencias. La celebración es señal de ingenuidad. Lo que se impone es eso que Arabela le dice al niño Wenceslao en la “Casa de Campo” de Donoso: “no creo que me gustaría tener esperanza si me hiciera tan vulnerable como a ti”.
Levantarse a dar batalla cada mañana se ha vuelto un acto heroico. El ronroneo no da respiro. Todo es objeto de sospecha, de una doble lectura. No hay espacio para la buena intención, para la nobleza, y menos para el error involuntario. Nos encanta mostrarnos a nosotros mismos como una banda de incompetentes —cuando no de facinerosos— que rueda al precipicio de fracaso en fracaso.
Se dice que la política es competencia más cooperación. No en el Chile de hoy: se ha vuelto pura competencia, tanto entre adversarios como entre aliados.
Quienes reivindican la continuidad de la nación y llaman a acuerdos son humillados. Unos les exigen más: que lo entreguen todo, que renieguen de sí mismos. Otros les acusan de olvidar o de negar a las víctimas, o de abandonar esa “lucha cultural” que promovió con tanto brío la Convención Constitucional, con las consecuencias conocidas.
Nadie está dispuesto a reconocer nada a quien está en la otra vereda: suena a rendición. Incluso los aliados se vigilan entre sí para denunciar sus eventuales renuncias. Los peores en este ejercicio son los recién llegados, esos que buscan hacerse un lugar en el conglomerado que ahora los acoge abjurando de lo que creían hasta ayer y escupiendo a sus viejos camaradas.
La situación creada en torno al exteniente venezolano secuestrado y asesinado hace algunas semanas es un buen ejemplo del clima que nos afecta. La prensa y la política llevan semanas volcadas a especulaciones que tienen al país en vilo. El Senado realizó una sesión especial para pedir cuentas. Es un crimen atroz de una persona con estatus de refugiado. Pero nada de esto justifica acusar al Gobierno de complicidad con quien algunos dicen saber fue el autor del crimen, el régimen venezolano, por el pecado de haber abierto negociaciones con Caracas para que reciba a inmigrantes expulsados y contar entre sus miembros a un partido, el Comunista, que no condena a Maduro.
La novelista Isabel Allende dice que “entre nosotros el pesimismo es de buen tono, se supone que solo los tontos andan contentos”. El funeral y el recuerdo del Presidente Piñera nos pusieron a todos un poco tontos, pero ya se nos pasó, como las vacaciones. Hemos vuelto a ser los de siempre.