Parto con un chiste a favor del Gobierno. No se ilusione, el chiste es malo: ¿Por qué Pedro Sánchez dijo que el Presidente Boric es un extraordinario cocinero? Porque tiene “recetas” para todo.
Como expresión cultural, el humor es un reflejo de las aspiraciones y frustraciones de la sociedad. Un insumo central en su producción es la incongruencia: “Imagine que no existen situaciones hipotéticas”, plop. ¿Aplicado a la política pública? “Condonemos el CAE para mejorar la educación básica”, una broma.
Otro ingrediente de toda rutina humorística es la sorpresa. Sugerir, por ejemplo, que los problemas de Atacama son por la demanda de familias que quieren infraestructura nivel Nido de Águilas es tan asombroso que llega a ser chistoso.
Pero no toda sorpresa o incongruencia es graciosa. Bien lo saben los más experimentados humoristas, esos que conocieron los desafíos de hacer humor en períodos de crisis económica.
¿Qué ocurre cuando la economía está estancada? El humor debe evitar tocar tejidos sociales sensibles que irriten al público (lo de Atacama pegó en el palo). Y es que hacer chistes de precios cuando la inflación es alta puede ser simpático para el ABC1 insensible al mayor costo de bienes y servicios, pero ofensivo para el resto que sufre el impuesto regresivo con fuerza.
Por eso hay humoristas que aprovechan la diversidad y apuntan a públicos específicos. Sus rutinas son de nicho, sin vocación de mayoría. Es una apuesta arriesgada. En esos mercados chicos, en un rubro hipercompetitivo, la falta de innovación e ingenio se nota.
Considere, por ejemplo, el Festival de Viña. “Público general”, dirá usted. No estoy seguro. La repetición de las temáticas de los humoristas —burlarse de familia propia, normalización de garabatos y mofa continua de “cuicos”— terminó demostrando que la selección del elenco apuntaba a “entretener” a un grupo específico. Sin sorpresas, la reiteración fue aburrida. Sí sorprendió la renuncia a un humor más global, con menos slang local, para aprovechar la plataforma internacional del Festival. Esto sugiere desinterés de los humoristas por competir en otra liga, un signo quizás también de la falta de ambición de su tribuna.
En base a este tipo de cosas, uno podría sumarse a las críticas al último Festival por representar una decadencia cultural amplia. Discrepo de esa visión. A ver, no hay duda de que su desarrollo, desde lo de Peso Pluma hasta la coronación de su embajadora, dio cuenta de un certamen que solo en contadas veces estuvo a la altura. Pero no sobrerreaccionemos. El evento fue diseñado y pensado principalmente para entretener a un monstruito —uno “peludito”, agregarían desde el PPD— y, como sus humoristas, no tuvo una real vocación de mayoría.
La cosa en el país no está para la risa. La chabacanería del humor festivalero debe haber irritado a muchos. Pero a veces la risotada es parte de la receta para constatar la desconexión con la realidad de otros. No confundamos las circunstancias con una decadencia generalizada.