Corría 2007. Soñábamos con alcanzar el desarrollo en la siguiente generación. ¿Cómo alcanzarlo? Alejandro Foxley y Edgardo Boeninger se propusieron sacar lecciones de países que habían conseguido un desarrollo inclusivo en un plazo breve, evitando la “trampa del ingreso medio”; los llamados “like-minded countries”. Entre ellos estaba Finlandia, país que había alcanzado un crecimiento espectacular basado en la educación y la innovación.
Encabezados por el incansable Patricio Meller, un grupo de investigadores de Cieplan partimos a Helsinki para conocer de primera mano la fórmula que permitió a un país atrasado y periférico encaramarse en pocos años a los primeros lugares mundiales en materia de competitividad, transparencia, innovación, difusión tecnológica y protección social.
Nos reunimos con diversos actores, entre ellos un grupo de académicos expertos en innovación y desarrollo. Con la premura juvenil que entonces nos animaba, les pedimos la fórmula. Nos miraron con una mezcla de sorpresa y compasión. Evitaron diplomáticamente respondernos, pero nos dieron antecedentes que por cierto no conocíamos.
En 1880, nos señalaron, su país poseía un nivel de electrificación equivalente al de EE.UU. En 1900 Helsinki tenía la mayor penetración de teléfonos del mundo. Fue el segundo país en establecer el sufragio universal, en 1906. Hacia 1917 la educación ya era asequible para toda la población. A partir de 1900 y hasta 1950 ella tuvo los estándares de calidad europeos; pero después de una profunda reforma en 1966, pasó a ser una de las mejores del mundo. Es un sistema enteramente público, que combina centralización en materia de contenidos y financiamiento, y autonomía en la gestión a nivel local.
El colapso de la URSS —de la cual Finlandia era altamente dependiente—, y el ingreso a la Unión Europea en los años noventa, le forzaron a una severa liberalización económica. Con todo, 90% de los contratos laborales reposan en acuerdos colectivos, y 75% de la fuerza de trabajo está sindicalizada. Las organizaciones laborales participan, junto con las empresariales, en todas las instancias donde se define y planifica la estrategia de desarrollo.
Aún no terminábamos de digerir estos datos cuando uno de los académicos nos señaló, como al pasar, que con poco más de cinco millones de habitantes, Finlandia cuenta con 21 orquestas sinfónicas; vale decir, una orquesta sinfónica cada 238 mil habitantes.
Regresé a Chile mascullando lo aprendido. El desarrollo, comprendí, es un manjar que se cocina a fuego lento: él reposa en procesos culturales y sociales que no se pueden acelerar a fuerza de voluntarismo. La innovación brota en un ambiente propicio, como los hongos; no se impone desde arriba: requiere un contexto de confianza y predictibilidad enraizado en consensos surgidos de la participación de todos los actores sociales. La flexibilidad y adaptabilidad no son imposibles, sino más viables, si hay una noción extendida de equidad social y meritocracia. Entendí también que la prolijidad, el sentido estético, la cultura del trabajo bien hecho y en equipo están íntimamente ligados a cuestiones aparentemente tan exóticas como esa red de orquestas sinfónicas.
Rememoré todo esto cuando el 2 de febrero, horas antes de que se desataran los eventos que enlutaron al país ahondando su porfiado estado depresivo, asistí a la presentación de la Orquesta Sinfónica Juvenil en las Semanas Musicales de Frutillar. Al terminar su exigente y logrado concierto, con el público ovacionándolos de pie, los jóvenes músicos se abrazaban entre sí. “Se están despidiendo”, explicó su director titular, el carismático Paolo Bortolameolli: “para muchos este es el último concierto, porque cumplieron su período”.
Chile cuenta hoy con quinientas orquestas juveniles. Es un logro gigantesco, que nos sitúa no tan lejos de Finlandia. Esto se lo debemos a la visión de Ricardo Lagos, al tesón de Luisa Durán, y al entusiasmo y generosidad de Isaac Frenkel. Ellos sabían la fórmula.