El caso del juez Urrutia (se resolverá, es de esperar, esta semana) permite plantear un problema que se ha discutido poco. Se trata del papel o función que cabe a los jueces en materia de seguridad ciudadana.
Es ya casi una costumbre que las decisiones de los jueces se critiquen o se valoren según su mayor o menor severidad. La ciudadanía, más bien ese simulacro de ciudadanía que son las gentes hechizadas por los matinales, espera que los jueces castiguen con severidad la menor de las transgresiones, condenen poco menos que a galeras a quienes son acusados de cometer delitos, y no concedan beneficio alguno, o en cualquier caso pocos o los menos posibles, a quienes son sometidos al sistema de justicia.
De esa manera la virtud o el vicio de los jueces se aprecia a la luz de las consecuencias que sus decisiones podrán tener, o se supone que podrían tener, en los niveles de seguridad ciudadana. Un juez severo, parece rezar este criterio, es un buen juez. Uno que no lo es, o que no parece serlo, porque concede este o aquel beneficio, es un mal juez.
La crítica se extiende al sistema de justicia en su conjunto. Las reglas, se dice, son demasiado garantistas, en extremo preocupadas de conceder ventajas y protecciones a quienes son acusados de delinquir, al extremo de proveerles una defensa, y descuidan a las víctimas que, a diferencia de sus victimarios, no cuentan con apoyo de parte del Estado.
¿Será correcta esa forma de apreciar la tarea de los jueces?
De ninguna manera.
Desde luego los jueces deciden, o deben decidir, discerniendo lo que dicen las reglas, no atendiendo a lo que esperan las audiencias, ni tampoco a la luz de su particular criterio de justicia. Los jueces no son representantes de la ciudadanía, ni intérpretes de lo que la ciudadanía cree o espera, ni planificadores sociales para satisfacer necesidades, ni menos encargados del orden público o de la seguridad. Al revés, se trata de personas cuya tarea es aplicar la racionalidad contenida en las reglas frente a las pulsiones ciudadanas. Se trata, dicho de otra forma, de funcionarios a quienes el Estado dota de especiales garantías para que resuelvan los conflictos que ante ellos comparecen con prescindencia de criterios ajenos a las reglas. Max Weber observa por eso que el derecho moderno, donde se decide sine ira et studio (con reflexión y sin ira), es muy distinto a la justicia del Cadí (el juez turco que decidía según lo que su corazón le dictaba). Es malo que los jueces decidan en base a criterios de justicia material (como ocurrió en el caso de las isapres) y es igualmente malo que decidan casos penales en base a cálculos de consecuencias sociales (como se les demanda en cuestiones de criminalidad).
En suma, hay reglas para que existan razones públicas que permitan a la ciudadanía controlar las decisiones de los jueces (y los argumentos de los abogados).
También es incorrecto llamar garantista al sistema de justicia penal hoy existente, como si ese fuera un defecto suyo, cuando se trata en realidad del único sistema compatible con una democracia liberal. Cuando el Estado intenta desatar la fuerza sobre un ciudadano (esa es la pena penal) privándolo de la libertad, es razonable que se someta a altas exigencias probatorias y que en tanto ellas no se satisfagan, su poder represivo tenga severos límites. Y que el peso de la prueba recaiga sobre él y no sobre quien es acusado. De esa manera, lo que se llama proceso penal equivale a un debate entre el Estado o el ministerio público, por una parte, y el ciudadano a quien se pretende imponer una pena, por la otra. Y el papel de los jueces es juzgar con imparcialidad —es decir, discerniendo la prueba a la luz de las reglas— quién tiene la razón de su lado. En otras palabras, los jueces penales son árbitros de una disputa entre el Estado y el ciudadano, no un instrumento del gobierno para alcanzar objetivos de seguridad. Esa es la única manera de que la primera línea de El Proceso (“Alguien debía haber calumniado a Joseph K, porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana”.) no sea una descripción de lo que a usted o cualquier otro le podría ocurrir si esas garantías de las que hoy algunos se quejan no existieran.
Hay, pues, que oponerse a esas simplificaciones que desconocen los principios básicos de cómo funciona la justicia en una democracia liberal, las mismas que culpan a los jueces y exculpan al Gobierno de la inseguridad, y que, de paso, abonan el camino para discursos simplistas y autoritarios (ya se escuchan algunos) que hacen creer a la gente que la categoría de delincuente no se determina mediante un debate racional ante un juez, sino que sería ontológica, una condición de la que algunos perfectamente identificables serían portadores (los inmigrantes, una etnia, personas con ciertos marcadores socioculturales) y de la que todos los demás estarían excluidos.