La experiencia orgiástica del Estallido —no se agotaba en eso, pero el todo vale era lo más definitorio— y de la concentración del 25 de octubre dio paso a una pregunta: ¿fue la personalidad del Presidente Piñera y lo que él representaba lo que azuzó a una masa humana enajenada por el sistema?
Al Presidente lo afectaba el ser una persona extremadamente inteligente, genial, quizá demasiado genial, lo que provoca desestructuraciones de personalidad, a donde se dirige el sarcasmo corrosivo de críticos implacables y del resentimiento, incluyendo el que un muy popular y preparado sátiro pudiera zaherir al Presidente por largo rato, y este tuvo que soportarlo estoicamente ante una numerosa teleaudiencia. Pobrecito el notable bufón, no se daba cuenta de que erosionaba el mismo suelo que le permitía ser aplaudido por sus imitaciones derogatorias. Olvidaba que el deconstructor será a su turno implacablemente deconstruido.
En estas páginas se criticaron algunos aspectos del Presidente. En lo fundamental se referían a su debilidad propiamente política y el vínculo tenue con finalidades que den sentido al ser un país; en gran medida es una carencia en la derecha. El Presidente era un hombre que, por su origen profesional y por su estilo, brillaba en capacidad innovadora y organización, ambos rasgos sintetizados. Lo que demostró en el mundo empresarial lo quería llevar al mundo de la política y del Estado, donde tantas veces se estrelló con las duras realidades del poder, y que el orden de lo político no se agota en lo organizacional o en la eficiencia económica, por importante que sea. En su primera administración, como que le costaba entender esa realidad inmaterial de la majestad del Estado, lo que no se podía agotar en la enumeración de adjetivos.
Sin embargo, aprendió a digerir y manifestar la importancia de la supervivencia nacional bajo la dura escuela de un cuestionamiento abrupto, ciego y barbárico, el Estallido, donde parecía que el país tendía a la disolución. Al final, si bien la apuesta que jugó, el Acuerdo por la Nueva Constitución, pudo salir muy mal, como en efecto estuvo a punto de suceder, inició un proceso de pacificación de los espíritus. Las grandes decisiones siempre correrán ese riesgo, o no son decisiones, sino simplemente seguir un manual de instrucciones que jamás existirá. Mirado retrospectivamente, fue su hora más esplendorosa.
Por contraste, en el 2019 era todo incertidumbre. Anhelaba ser querido y no lo era; parecía que lo elegían solo para vilipendiarlo. El político que se transformó en el principal dirigente, y al final líder de la derecha por casi 30 años, también añoraba ser reconocido como socialcristiano, quizás por un sentido de deuda con sus padres. Nadie consiste en la pura frialdad de los cálculos, ni menos un Sebastián Piñera. Solo que estaba convencido, no sin gran razón, de que el camino por él escogido en la gestión y estrategia de economía política era el que posibilitaría alcanzar la reducción de la pobreza.
Ni un país ni un gobierno es solo gestión y, es mi impresión, alcanzó a comprenderlo y asumirlo, sobre todo a raíz del Estallido, donde por un momento todo parecía válido. Lo enfrentó con creciente madurez, germinado gracias a toda su experiencia desde 2010 —acompañado por una formidable y muy paciente mujer— junto a su energía desbordante, que semejaba un idealismo encaminado por una vía inusual.
Finalmente, prematuro en nuestros tiempos, murió en su ley, en la buena ley. Las manifestaciones a raíz de sus funerales, un retrato de la totalidad del Chile social, constituyeron la contracara del Estallido y del 25 de octubre.