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Editorial
Martes 30 de enero de 2024
Controversia por prisiones preventivas
La objetividad desaparece cuando la fiscalía se abanderiza en forma temprana con una posición sobre el fondo del asunto, o cuando confunde su función de promover la persecución penal con la de implementar una política de “mano dura”.
A propósito del caso de la exalcaldesa Cathy Barriga, de las prisiones preventivas decretadas contra intervinientes en el caso Convenios y de las cifras de sobrepoblación de las cárceles, se ha producido en los últimos días un interesante debate en torno al uso de la cárcel. Especial atención ha recibido la prisión preventiva, es decir, la que se decreta respecto de personas —a las que debe presumirse inocentes— cuando existen indicios de su posible participación en hechos constitutivos de delito.
Conforme a la Constitución, la prisión preventiva solo puede imponerse cuando es “necesaria para las investigaciones o para la seguridad del ofendido o de la sociedad”. Como en la gran mayoría de las materias, el precepto se remite a la ley para la regulación de detalle, pero el estándar constitucional es muy claro: la prisión preventiva responde a razones de estricta necesidad. Consecuentemente, la ley exige antecedentes que justifiquen en forma suficiente la existencia de hechos constitutivos de un determinado delito y que permitan presumir con fundamento la participación de la persona imputada en él, aunque ninguno de esos antecedentes, ni su conjunto, sea suficiente para condenarla. Esto es particularmente relevante y delicado, pues la discusión sobre prisión preventiva tiene lugar por lo general en etapas tempranas de la investigación.
Otra consecuencia del estándar constitucional es que la prisión preventiva solo es procedente allí donde no cabe duda de su necesidad. Por ejemplo, cuando es muy probable que el imputado vuelva inmediatamente a delinquir, cuando la libertad le permitirá alterar sustancial e irreparablemente la evidencia, o cuando arriesga una condena de cárcel efectiva y carece de arraigo familiar o social. En todos los casos límite, en cambio, una interpretación de la ley conforme a la Constitución debería llevar a imponer una cautelar menos gravosa. Esto vale con mayor razón aún si la misma existencia del delito o su calificación están sujetas a alguna duda. En el caso de Cathy Barriga, por ejemplo, la Corte de Apelaciones rechazó la prisión preventiva solicitada por la fiscalía y el Consejo de Defensa del Estado, ya que los antecedentes aún no permiten determinar si se configura un delito de fraude al fisco o, en cambio, otro ilícito funcionario sancionado con penas sustancialmente inferiores.
El ejemplo anterior muestra en forma elocuente que, en los casos más complejos, los elementos para decretar una prisión preventiva son sensibles y están expuestos a manipulación, especialmente si se trata de causas con alta relevancia pública. Una particular responsabilidad le cabe en esta materia a la fiscalía, que durante toda la investigación —y en especial después de la formalización— está legalmente obligada a “investigar con igual celo no solo los hechos y circunstancias que funden o agraven la responsabilidad del imputado, sino también los que le eximan de ella, la extingan o la atenúen”. Esta objetividad desaparece cuando la fiscalía se abanderiza en forma temprana con una posición sobre el fondo del asunto, como por desgracia ocurre con cierta frecuencia, o cuando confunde su función de promover la persecución penal con la de implementar una política de “mano dura”. Cabría pensar que esto es una consecuencia natural de su rol como litigante, pero no es así, y la ley vigente prescribe justamente lo contrario.