Lo de la exalcaldesa de Maipú es alarmante, no por lo que hizo o se le imputa haber hecho, sino porque al ver su gestión, sus desplantes, lo que dice, la forma en que se comunica con sus audiencias plantea una pregunta incómoda: ¿Cómo es que ella pudo llegar a alcaldesa a impulsos de un partido? ¿Qué concepción de lo público o de la política pudo tener ese partido o grupo de partidos para considerarla a ella una persona capaz de promover sus ideas en la esfera municipal?
Es verdad que hay muchos alcaldes rapaces o pícaros o avariciosos (basta citar el caso de Vitacura), otros cercanos a la corrupción más clásica (el caso de San Ramón), otros desordenados (la mayoría), unos que celebran contratos ruinosos (la alcaldesa de Santiago y la de Las Condes), pero no hay ninguno que, como la exalcaldesa de Maipú, haya hecho de la frivolidad naif, esa mezcla de superficialidad que se pretende ingenua, si es que algo así existe, un recurso político y una forma de seducir al electorado.
Porque lo llamativo de este caso es que ella no engañó a nadie, ni ejecutó conducta alguna tendiente a esconder o disimular su manera distraída y superficial, con la que, al parecer, comprende el mundo y los problemas que en él se anidan. No se trata propiamente de frivolidad, tampoco de conducta adocenada, porque esta última es superficial y detrás suyo suele esconderse una cierta conciencia de impostura. No. En este caso, y esto es lo sorprendente, es probable que lo que en ella aparece frívolo no sea ni una superficie, ni un barniz impostado, ni una postura imitativa por falta de reflexión, sino que sea, como suele ocurrir con ese tipo de personalidades, el fondo que la constituye. No es que su gestualidad sea un anverso cuyo reverso insinúe profundidades. Todo en ella (a la luz de su conducta pública, por supuesto, que es lo único legítimo de analizar) parece moverse en lo ingrávido, carecer de peso y de sustancia, una pluma o polvo que flota, una ceniza que un simple baile avienta, al extremo de que incluso los problemas carecen de pesantez y donde los hay (como el proceso al que está siendo sometida), ello solo puede deberse a una carencia de amor. Su personalidad real es como la carta del cuento de Poe: nadie la ve porque está toda a la vista y porque en ella todo es traslúcido.
Pues bien, ¿qué puede explicar que Chile Vamos la haya encumbrado a alcaldesa a sabiendas, puesto que, como queda dicho, ella no engaña a nadie y todo en ella está en la superficie?
La explicación está en una frivolidad peor a la de la propia Cathy Barriga, sin ninguna duda, una frivolidad consistente en concebir la política como un juego puramente electoral, donde ni las ideas, ni el proyecto, ni la seriedad, ni el ridículo importan, salvo, claro, los votos que el personaje, que la exalcaldesa desempeña con talento, era capaz de obtener.
Se trata de una frivolidad peor que la de la exalcaldesa, porque esta última al menos no oculta la superficialidad que la constituye y su modo naif de concebir los problemas de este mundo, que la hacen creer que los collares Swarovski, los peluches de variados colores, el baile reiterado y las permanentes apelaciones al amor (o al odio de que se es víctima, según las circunstancias) son la forma de encarar los problemas públicos. Chile Vamos que la entronizó (nunca este verbo fue más adecuado para concebir la forma en que ella entendió su propia posición de alcaldesa) debe una explicación pública, al menos a sus electores, acerca de cómo es posible que, estando la personalidad de la exalcaldesa a la vista y sin que ella hiciera nada por disimularla, de manera que todos los dirigentes de Chile Vamos la conocían de sobra, así y todo, hayan decidido promoverla y apoyarla.
Juzgada con racionalidad legal, se diría que la conducta de Chile Vamos o de quienes entonces lo conducían, incurrieron en culpa in eligendo y deberían responder.
Es verdad que, en la democracia de masas, como observa Max Weber, el político está siempre expuesto al peligro de convertirse en comediante, incluso de sí mismo, y en riesgo de dejarse invadir por la “pura embriaguez personal”, en una “agitación estéril”, y las fuerzas políticas, por su parte, proclives al abismo del triunfo a cualquier costo; pero por eso es imprescindible recordar a los partidos su deber y decirles que se espera de ellos que profesionalicen los liderazgos y seleccionen los candidatos, justo lo que los partidos de Chile Vamos decidieron no hacer cuando vieron en Cathy Barriga a alguien que podía obtener votos y nada más. Y decidieron no hacerlo (decidieron porque la personalidad de la exalcaldesa estaba a la vista de manera que ella no timó a nadie) a sabiendas de que no serían ellos quienes pagarían los perjuicios, sino los habitantes de Maipú y la propia Cathy Barriga, que debió pensar que si su personalidad a la vista había hecho que la eligieran, ¿qué podía tener de malo administrar el municipio de Maipú como su personalidad a ras de superficie le indicaba?