Nuestros “padres fundadores” —sean liberales o conservadores— tuvieron siempre conciencia de esa asociación indispensable que yace entre educación —ilustración se llamaba entonces—, cultura y democracia. En efecto, en la voluntad de quienes concurrieron a poner las piezas iniciales de nuestro Estado —en la primera mitad del siglo XIX— estuvo siempre la idea de que la óptima organización política para Chile es la democracia. Ese proyecto originario nunca ha sido puesto en duda o sustituido por una fórmula alternativa, aunque en ocasiones se la interpretó o tildó de un modo que parecía comprometer su esencia evidente.
En consecuencia, es un error mayor tanto pensar que nos hallamos poco más que en el punto de partida como también pensar que ese proyecto se encuentra ya realizado de manera plena. Las instituciones mismas, sin duda, requieren todavía modificaciones importantes —el fracaso reciente del proceso constituyente no puede hacernos olvidar de esta deuda— a lo cual se añadirán los cambios que la experiencia propia y ajena hará necesarios en el futuro.
Pero es la cultura —que convierte a los meros electores en auténticos ciudadanos— la dimensión de la democracia donde los chilenos nos encontramos en mayor carencia. Pensar que todo pasa por cambios institucionales es propio de una mentalidad formalista, aquella que le concede demasiada importancia al papel de las reglas jurídicas y desconoce la gravitación esencial que ciertos factores más bien intangibles ejercen sobre la vida política.
Las mentalidades, los valores, los modos de ser y de comportarse, los conocimientos históricos y las destrezas comunicativas (la capacidad de explicarse con precisión y de entender apropiadamente), la profundidad del compromiso con el bien colectivo y otras variables culturales condicionan poderosamente la vigencia efectiva de aquellas instituciones.
La formación integral de las personas parece ser la clave, de modo que el futuro ciudadano no ignore lo que está en juego ni divida su comportamiento en uno para su esfera privada y otra para su esfera pública, tenga conciencia de pertenecer a una comunidad con bienes colectivos que cautelar y promover, se sepa parte de un cuerpo social con historia y, por ende, responsable frente a las generaciones venideras, tenga espíritu crítico y posea las habilidades, destrezas y conocimientos que le permiten ejercerlo, y haya cultivado la capacidad de ponerse en el lugar de los demás por distintos que ellos sean. La calidad de nuestra vida democrática depende, pues, directamente de la calidad de una educación desfalleciente, y hasta ahora, a pesar de la retórica, todos los gobiernos posteriores a la dictadura han demostrado una peligrosa incapacidad para, en definitiva, liderar las transformaciones que incidan de lleno en la formación de buenos ciudadanos.