Habiendo cerrado el proceso constituyente, es hora de mirarlo en perspectiva. Él no fue el capricho de una élite política despistada, como ahora muchos tratan de presentarlo: fue la ingeniosa respuesta del mundo político al sorpresivo y violento estallido social de octubre de 2019. Esta erupción, por su parte, no fue un fenómeno exógeno. Actuaron cápsulas anarquistas y ultraizquierdistas, no cabe duda; quizás también agentes extranjeros; pero el problema fue que la sociedad, en lugar de rechazar los excesos, inicialmente empatizó con ellos y hasta los aplaudió, y se gestó a partir de ellos una protesta sin precedentes. Por eso, en esos días, las desgarradas autocríticas de empresarios y políticos, así como el desconcierto de La Moneda. Como lo registra la magnífica crónica de Gonzalo Blumel, estuvimos a centímetros del precipicio, y si lo evitamos fue con la colaboración de la gran mayoría del arco político.
Se ha dicho que en el origen de la movilización social en torno al estallido estuvo la liberación de un malestar difuso que se había venido acumulando por la interrupción del crecimiento económico, la paralización de la escalera de la movilidad social y la oligarquización de la política, congelada alrededor de las figuras de Bachelet y Piñera. Pero hay otro factor, que por obvio se olvida: la responsabilidad específica del Presidente y del gobierno de la época. Obnubilados por la tesis de un “oasis” que abría sus brazos a quienes huyeran de Maduro y que erguía a Chile en un actor de la escena global, no vieron lo que se estaba engendrando en las entrañas de la sociedad y mostraron una lastimosa impotencia para evitar la ruptura del orden público y su restablecimiento.
Porque digamos las cosas como son. Si la primera responsabilidad de un gobierno es proteger la seguridad de la población —como, con razón, la oposición se lo cobra al gobierno actual—, la administración Piñera fracasó estruendosamente. Acusar de ello a los “octubristas”, a los agentes extranjeros, a las fallas de los aparatos de inteligencia, o peor aún, trasladar la responsabilidad a la oposición de la época por no haber sido más dura contra la violencia, suena a excusa. Lo cierto es que en las barbas mismas de un gobierno de derechas se produjo el mayor tumulto social y la mayor crisis de la democracia desde 1990, con lo que su oferta de orden y gobernabilidad quedó profundamente resquebrajada.
En respuesta a una violencia que no amainaba, el Presidente Piñera dio luz verde a lo que la derecha siempre había negado: dar inicio a un proceso para dejar atrás la Constitución vigente, en concordancia con la oposición de la época. Fue un gesto patriótico. ¿Cuánto contribuyó a calmar la violencia, o si influyó más el cansancio y más tarde la pandemia? Es difícil saberlo. Como sea, el país lentamente se fue pacificando y normalizando. La vida democrática retomó su cauce. La ciudadanía ratificó la elaboración de una nueva Carta Fundamental desde una página en blanco. Se prefirió para su confección a activistas de octubre antes que a políticos profesionales. Se eligió como Presidente de la República a un joven crítico de los previos 30 años. Las urgencias de la población se fueron trasladando a la delincuencia, la inflación, el desempleo y la inmigración. Y en dos oportunidades los electores rechazaron las propuestas constitucionales emanadas de los órganos elegidos para ello.
Para algunos todo aquello fue un lujo que dañó el crecimiento económico y dejó sin atender las prioridades de la población. Es un juicio discutible. En cualquier caso, la queja hay que dirigírsela al Presidente Piñera: fue bajo su gestión que se produjo el estallido social que dio pie al proceso constitucional.