La utopía de la casa común ha quedado definitivamente atrás en 2023. Dos intentos fallidos. Dos procesos malogrados. Dos coitus interruptus.
Abordar un tercer proceso es no solo irreal, sino que es altamente improbable, hasta que pase una generación. O al menos hasta que se olvide el trauma. Mal que mal, quedará la resaca de los cuatro años perdidos, de la polarización, de las noticias falsas y del delirio.
La actual Constitución —dada por muerta por todos los sectores y ultrajada por la izquierda en el estallido— ha revivido gracias a una suerte de respiración artificial. Tal vez nos dimos cuenta de que una Constitución no define tanto. O más bien, como dijo alguna vez un gran constitucionalista francés, el problema es tener una mala Constitución, porque una buena no asegura nada.
Así las cosas, si hay algo que marcará el año 2023 es que la vieja Constitución del 80, con el lifting de 2005, seguirá con nosotros. Ello no debiera ser tan problemático, ya que mal que mal ella fue la que permitió los 30 años más exitosos de la historia de Chile. Pero ello sería cierto si no fuera por el cambio que se realizó al sistema electoral.
El binominal tenía algunos problemas. El sistema actual tiene muchos.
Hoy en el Parlamento chileno tenemos 22 partidos. Veintidós partidos que hacen ingobernable cualquier democracia. Cada representante es amo y señor de lo que piensa. Hacen lo que quieren “y si me molestan mucho, formo un nuevo partido”. La vieja práctica de lo que en Latinoamérica se ha llamado el “camisetazo”, del que Chile estuvo prácticamente inmune en los 30 años.
Los países necesitan pocos partidos políticos. Y fuertes. Y que las pugnas ideológicas se trasladen al interior de las agrupaciones, pero que el sistema electoral los fuerce a quedarse adentro. Los ejemplos en el mundo sobran. Las democracias estables tienen entre dos y cinco partidos relevantes. Los países inestables tienen 20, 30 o 40.
Existió un mundo sin partidos. Hace muchos siglos. Fue la democracia ateniense. La gente (o más bien los hombres libres) acudían a la Asamblea a decidir lo mejor para la polis. Lejos de la idealización que se pueda tener, está lleno de referencias a la demagogia, a los populismos y a las malas prácticas. Pero habiendo aumentado la población, la participación directa se hizo imposible y se requirieron los partidos, entidades clave para cualquier democracia.
La tensión entre representación y gobernabilidad es la que acapara esta discusión, y si bien de manera simple una excesiva representación parece adecuada, ella atenta severamente contra la gobernabilidad. Quien ha sido elegido con un 1%, y representa muy bien a ese pequeño electorado, está obligado a juntarse con otros 1% que no tienen nada que ver con él. Y en ese momento se pierde la representatividad.
Hoy existe espacio para hacer un pequeño cambio después de lo vivido en la discusión constitucional. No se requiere mucho. Basta con poner el umbral propuesto por la Comisión Experta. Incluso este puede ser gradual. 3% primero, para la próxima elección 4% y para la siguiente, 5%. Y agregar que el acápite de que quien renuncia al partido pierde el escaño.
Tradicionalmente, se ha dicho que es imposible que los incumbentes cambien el sistema con el que han sido elegidos, pero acá —sin embargo— existen los incentivos. Los partidos grandes tienen interés en cortar el desangre y, de cierta forma, limitar la competencia en este caso cuenta con amplia legitimidad. Reclamarán los chicos y la multitud de “independientes”, pero sus votos no le alcanzarán para frenar esa reforma.
Dos simples modificaciones son suficientes. El umbral y la ley antidíscolos. Eso sería suficiente para desarmar la desastrosa herencia de Bachelet. Basta simplemente ponerle un trapo al agujero de la manguera. Eso haría algo más gobernable el país.
La pelota está en los partidos grandes. Urge un acuerdo pronto.
Se necesitan pocos y buenos partidos idealmente.
Simplemente pocos, al menos.