Releo un poema de Enrique Lihn sobre la Navidad, titulado “Navidad”. Un poema de un poeta agnóstico, o definitivamente ateo, uno de nuestros más grandes y lúcidos poetas. El poema de Lihn nos deja temblando porque pone el foco en nuestra humanidad y desamparo existencial, no en los regalos ni en el árbol de pascua. Vale la pena leerlo completo: “¿Tendremos el valor de reunirnos esta noche/ padres y hermanos, la novia que no tiene adonde ir/ el vecino cordial? / Y el buen amigo de la infancia —qué sería de ella sin él/ encontrará esta noche/ el buen camino entre su corazón y el nuestro?/ El cardo ha destronado a los niños que fuimos/ y fantasmas perdidos en el reino del cardo/ buscamos una calle en el desierto/ el buen camino entre el polvo y nosotros/ nuestras lágrimas en los charcos de agua pantanosa”.
El “valor de reunirnos” quizás consista en sentarnos a la mesa ese 24 de diciembre con todo lo que nos falta y nos hace carentes, con todo “nuestro pecado original”, dirían los católicos. El poema de Lihn trasunta el dolor de haber perdido la infancia. Esta es una fiesta cuyo centro es un niño; pues bien, los niños han sido destronados, ya no serán reyes, ni dioses ni profetas. Para nuestra civilización individualista y materialista, Dios ha muerto, la infancia ha muerto y con esos feroces duelos deberemos sentarnos a celebrar juntos la Navidad.
Muchos dirán al leer estas líneas que estoy transmitiendo amargura, angustia en una fecha que debe ser de esperanza, una oportunidad de nacer de nuevo. Muy por el contrario: me parece que el poema del ateo Lihn es muy cristiano en el sentido más profundo del término (a Lihn no sé si le hubiera gustado que yo dijera esto). Justamente lo que le falta a nuestro mundo hipertecnificado e hiperconectado es asumir nuestras angustias y desgarros ontológicos: la valentía de descender en nuestros abismos, ver nuestra propia sombra y mirar a la cara del otro, arriesgarnos a ese encuentro. Lo dice el filósofo Byung-Chul Han en su libro “La expulsión de lo distinto”: “los tiempos en los que existía el otro se han ido. El otro como misterio, el otro como seducción, el otro como eros, el otro como infierno, el otro como dolor va desapareciendo. Hoy la negatividad del otro deja paso a la positividad de lo igual”. Es la “positividad” del like. El no exponernos a la negatividad de lo distinto: que nadie distinto venga a molestarnos, que piense distinto, vista distinto, sienta distinto. “Tener una experiencia con algo —dice Han— nos concierne, nos arrastra, nos oprime o nos anima. Su esencia es el dolor. Pero lo igual no duele”. Todo tiene que ser “rico”, “buena onda”, políticamente correcto y solo cabe en mi horizonte vital “lo que me gusta”, a eso le pongo “like”. Hipercomunicados digitalmente, sin embargo, no tenemos encuentros de verdad con otros: esa “comunicación digital total” es solo para encontrar personas iguales a nosotros, que piensen igual, cada vez queremos ver lo más lejos posible a los desconocidos.
Lihn acoge en su poema a “la novia que no tiene adonde ir”, al “vecino cordial”, o sea, el “prójimo”, ese que según el psicoanalista Luigi Zoja estamos matando en este siglo que será el siglo de la muerte del prójimo como el siglo XIX fue el de la muerte de Dios. Y Lihn se hace preguntas incómodas, duras, que duelen. ¿No es acaso con esas preguntas que debiera conectarnos el cristianismo esencial, no el catolicismo de fachada, el de muros blanqueados? ¿Dejaremos los celulares fuera de la mesa esta Navidad y nos miraremos a la cara, aunque nos expongamos a un silencio incómodo y a la presencia del otro radicalmente otro, buscaremos “una calle en el desierto” como dice Lihn, el desierto del sinsentido y la incomunicación? Me sorprende que sea un poeta ateo el que me devuelva el sentido profundo de la Navidad, no la Navidad edulcorada y facilista que no convoca a nadie distinto a nosotros mismos a la mesa, a nadie que nos interpele o remeza.