Uno de los fenómenos que el proceso que hoy día culmina puso de manifiesto es la facilidad con que se envilece y abarata y estropea el discurso, el empleo de la palabra. Y si bien ello sucede en casi todos los ámbitos, lo cierto es que ocurre con mayor frecuencia en la política (más aún cuando hay campañas).
No se trata de que se hable con abundancia de muletillas y se recurra a lugares comunes, o que existan idiolectos, o se empleen marcadores socioculturales, todo lo cual es propio del habla.
Se trata del desprecio por la verdad en lo que se dice, la creencia (que se vio abundantemente en la franja) que en política se justifica decir cualquier cosa, y la convicción que la acompaña de que la gente está dispuesta a creerla.
Por eso no se puede confiar en lo que se vio o escuchó en la franja televisiva. No obstante que esta última se inventó como una forma de informar a la ciudadanía, es tal la cantidad de mentiras, tonterías, exageraciones, absurdos e ignorancias que se dijeron en ella, de lado y lado, que la franja careció de todo sentido informativo, a menos que se considere información el simple acto de encender las emociones. Así las cosas, la franja no se dirigió a la ciudadanía racional, sino a una audiencia a la que se imaginó deseosa de entretención, de reírse de esto o de lo otro, y de confirmar, en medio de esas mismas risas, sus prejuicios.
Pero ¿tiene importancia que el discurso se envilezca y la palabra se degrade a mero instrumento sin atender ni al rigor ni a la verdad?
Por supuesto que sí.
Basta reparar en el hecho de que lo único que los seres humanos tenemos en común es el lenguaje, en el que precipita y refracta una cierta forma de ver el mundo en derredor y hacer distinciones en él. Si el lenguaje no existiera, cada uno estaría encerrado, ensimismado en el suyo sin poder siquiera imaginar el ajeno. Es gracias a un lenguaje compartido que podemos coordinar nuestras acciones y participar de un mundo en común. El lenguaje es así hasta cierto punto una forma de vida compartida, como observó, dicho sea de paso, Wittgenstein. Por eso cuando el lenguaje se comienza a usar instrumentalmente, y cuando se dota a las palabras de cualquier significado o se abusa de las interpretaciones absurdas que extreman el sentido que ellas naturalmente poseen, o cuando simplemente se miente, o se dice esto o aquello a sabiendas de que no es así, lo que se lesiona no es el lenguaje, sino la forma de vida compartida que en él se expresa.
Lo anterior es lo que explica cuán grave es que se envilezca el uso de la palabra en medio de una campaña, en especial de una campaña constitucional. Porque esta última tiene por objeto justamente elaborar o descubrir, mediante el diálogo, el mundo que tenemos en común; pero si al llevar adelante una campaña el lenguaje se usa con desprecio total o casi total de aquello que en él se refiere o designa, entonces se usa el momento constitucional no para dibujar un mundo en común, sino para simplemente borronear el existente o garabatear sobre él hasta desdibujarlo, como fue posible ver en la franja televisiva, cuando se atribuían los mayores bienes a las reglas o se les achacaban los peores males, sin ninguna consideración a lo que ellas de veras decían. Y entonces es hasta cierto punto contradictorio que el esfuerzo de imaginar las bases de un mundo en común se haga estropeando deliberadamente el único aspecto de nuestra condición, el lenguaje, que nos permitiría hacerlo posible.
Por supuesto, hay algo de fantasioso en creer que la democracia se construye mediante puros diálogos racionales o que los ciudadanos son seres anhelantes de información verídica para meditar y luego decidir. ¿No será mejor —se dirá— reconocer la realidad y tener en cuenta que las personas en vez de reflexionar se dejan llevar por sus prejuicios y humores especialmente en la política? Parece sensato ver las cosas así; pero ese punto de vista olvida que la cultura humana es en esencia aspiracional, consiste en medir lo gris de la realidad a la luz de una medida que se imagina como posible, y entonces se juzga que algo es mejor o es peor según se acerque o se aleje a esa otra realidad, en principio irreal, pero que aspira a concretarse.
¿Es cierto, entonces, que las personas son la mayor parte de las veces como las imaginó o las mostró la franja televisiva?, ¿gente dispuesta a creer cualquier cosa sin ninguna voluntad de contrastarla con el texto que se trata de evaluar hoy y los políticos personas dispuestas a decir cualquier otra acerca de él sin siquiera sonrojarse, así la mentira sea flagrante?
Sí, es cierto; pero si nos contentáramos con esa imagen y la creyéramos la única posible, si tener razón no importara y la verdad menos, entonces suprimiríamos todo juicio crítico, y no habría horizonte posible de mejora, y la estupidez y la tontería y la somnolencia pasarían a ser el único destino de la ciudadanía convertida en una audiencia boba y cerril.