Se ha hecho costumbre que cada vez que el Gobierno experimenta un tropiezo, revela una contradicción flagrante con lo que alguna vez el Presidente dijo, queda al descubierto una conducta torcida o que tiene la apariencia de tal, se conceda la palabra no a la vocera, sino al ministro de Justicia para que salga al paso de las objeciones y las quejas.
Acaba de ocurrir de nuevo con el caso Convenios y el papel que ha cabido en él a una pariente de Miguel Crispi.
Entonces frente a este o aquel desaguisado, el ministro de Justicia, luego de citar leyes, reglamentos y circulares, formula una explicación conforme a la cual la ley no ha sido infringida.
Y entonces el crítico y el periodista enmudecen (Ah, era legal, dicen). O prefieren ver en el asunto un aprendizaje de quienes recién manejan el Estado (Hay que valorar cómo están dispuestos a reconocer errores, expresa otro con tono de perdonavidas). O hay quienes aprecian en el fenómeno un esfuerzo por proteger a la vocera, aprovechando la generosidad y la elocuencia, a veces enrevesada, del ministro.
Pero no. Hay que descartar esas explicaciones fáciles y explorar si acaso el hecho de que algo así esté ocurriendo es un síntoma de algo más profundo.
Una de las más viejas y sencillas verdades de la sociología es la de que la sociedad descansa no en la mera suma de individuos yuxtapuestos, unos al lado de los otros, sino en un componente invisible que los amalgama y permite que cooperen entre sí y al que, según los tiempos, se ha llamado conciencia moral o cultura cívica o, más tradicionalmente, buenas costumbres. Estas últimas, esparcidas mediante la educación formal o informal, configuran la subjetividad de las personas, la limitan y la adecuan a la inevitable finitud del contexto real o posible en el que se desenvuelven.
Pero ¿qué son las buenas costumbres —vale la pena retener esa expresión— en una sociedad abierta como la chilena de hoy?
Por supuesto no se trata ni de la moral sexual, ni de las prácticas religiosas, ni de la forma de vida; no se trata, en suma, de ahogar la individualidad o la autonomía, sino de desarrollar el apego a las instituciones. Pero apegarse a estas últimas no equivale solo a cumplir la ley, sino que significa sobre todo hacer lo necesario para que la ley y las instituciones mantengan su prestigio. Y aquí entra lo que el filósofo español Javier Gomá llama la ejemplaridad: toda conducta es reflejo o ejemplo de un orden simbólico que la produce. La incivilidad, la falta de urbanidad o cortesía, el nepotismo, y para qué decir la corrupción, son graves porque postulan objetivamente un orden de valores que contradice al que ha hecho posible la vida civil. Por eso no vale decir que tal o cual conducta no es ilegal si, como ocurre con el pequeño latrocinio, la descortesía, el desprecio de las reglas de convivencia, los favores a parientes o la falta de urbanidad representan una forma de comportarse que si se hiciera unánime haría la existencia invivible. Conducirse, en consecuencia, es inevitablemente dar el ejemplo, puesto que cada conducta va configurando el mundo que tenemos en común.
De ello debieran tener conciencia en especial los políticos, de quienes importa no solo lo que dicen, sino lo que son; y ciertas profesiones, como las de abogado o profesor, cuya índole demanda que quienes las ejercen se muestren fiables y creíbles, dignos de crédito. A diferencia del común de las personas de quienes puede esperarse, pero no demandarse, un comportamiento mejor del que exige la ley, los políticos y ciertas profesiones, o ciertos oficios de particular notoriedad, tienen la obligación no solo de respetar la ley, sino también de cultivar ese conjunto de prácticas y costumbres y valores sobre los que ella asienta su prestigio; en una palabra, pesa sobre ellos un deber de ejemplaridad.
“Se promulgan demasiadas leyes, se dan pocos ejemplos”, denunció Saint-Just ante la Convención revolucionaria, y quizá sea este el problema de nuestro tiempo. Políticos e intelectuales reflexionan y promueven esta o aquella ley, esta o aquella Constitución, sugieren esta o aquella política, peroran en los programas radiales y televisivos, demuestran que la ley no se ha infringido, que el reglamento tal o cual no venía al caso; pero, al transformarlo todo en una rencilla legal, al transformar la esfera pública en un foro legal, olvidan que la sociedad se teje con múltiples y pequeños ejemplos, especialmente de las autoridades, que van configurando esa trama invisible que la sostiene y cuya ausencia amenaza con desbaratarla.
Por eso quizá lo que ocurre a la sociedad chilena no sea tanto que faltan reglas, o el tipo de reglas que posee, sino la conducta de las personas que parece haber perdido esa trama invisible de buenas costumbres que debiera orientarla o sostenerla. Porque quizá sea verdad que la pariente de Miguel Crispi no ha cometido delito alguno (salvo probar la endogamia de la sociedad chilena), que el ministro Montes no ha infringido la ley (excepto creer que el aplauso de los leales mitiga los descuidos), e incluso podría alcanzarse la conclusión increíble de que los audios en que unos abogados hablaban de sobornos eran nada (salvo un engaño para engrosar sus honorarios).
¿Sería eso suficiente?
Por supuesto que no, salvo que la falta de conciencia acerca de la ejemplaridad que configura la existencia social haya sido olvidada a tal extremo que el Gobierno crea que no importa lo que sus funcionarios hagan, a condición de que el Presidente se desdiga de lo que dijo anteayer y de contar con abogados capaces de explicarlo.