En los caminos de este extremo del mundo rural se multiplicaron los jinetes bien enjalbegados que iban a la procesión de “la Purísima”. Esta costumbre se ha acrecentado en los últimos años y termina con una gran celebración en el pueblo de Corinto, antes Pocoa. La peregrinación forma parte de mis recuerdos más antiguos. Además de lo estético y de lo exótico, ¿hay alguna razón para alegrarse por esta permanencia, incluso no siendo creyente?
Si por tradición se entienden las mentalidades, creencias, hábitos, instituciones cuyo valor se prueba principalmente en su pervivencia y continuidad en el tiempo, estas cumplen en la vida social y política una función no menor. A diferencia de lo que pensaban ciertos filósofos y científicos, el hombre no es un ser naturalmente bondadoso (“el buen salvaje”) que la sociedad ha corrompido. Tampoco es un animal de instintos fuertes y precisos que la civilización ha domesticado y debilitado. La antropología contemporánea más bien concibe al ser humano como un ser instintivamente incompleto, con una inclinación hacia el caos, el desorden y la inseguridad. Las formas civilizadas, cualesquiera sean, adquiridas, modificadas y ajustadas lentamente durante años, lejos de corromper o debilitar, serían las que fortalecen, completan, elevan y apuntalan al ser humano. Sin ellas, o si ellas se cuestionan y licúan, los individuos y las sociedades se ven forzados a escoger, a optar de nuevo, a cada instante, resurgiendo la inclinación al caos y la sensación generalizada de inseguridad.
Las tradiciones —las religiones incluidas— son en este esquema poderes estabilizadores a través de los cuales se puede confiar en el otro, saber a qué atenerse socialmente y, por lo mismo, focalizar la energía propia hacia la creatividad, el trabajo o el ocio. Supliendo la indeterminación del ser humano, seleccionan ciertas pautas o modelos de conducta, liberando del exceso de decisiones: “Las tradiciones —dice Popper— poseen la importante doble función de crear un cierto orden social, y de ofrecer las bases sobre las cuales actuar”. Las sociedades sin tradiciones fuertes, sólidas y ampliamente compartidas suelen derivar hacia la inestabilidad, por falta de normas (“anomia”), un vacío que conduce hacia un resquebrajamiento social que ya los antiguos romanos de los tiempos de la República llamaban “discordia”, es decir, lo contrario a la concordia (“cum cordis”, con un corazón).
Existen buenas razones para alegrarse, pues. La solidez de una tradición de largo plazo habla de una sociedad más sana de lo que se dice comúnmente. El debate público, como ha sido usual, no es alentador y parece a algunos que Chile se desintegra, pero esta visión negra puede deberse a la falta de una perspectiva más amplia. Así, en los substratos del mundo social los lazos están, acaso, inesperadamente vivos.