Esta semana el embajador de Chile en Washington, Juan Gabriel Valdés, se refirió a Kissinger —muerto a una edad casi bíblica— diciendo que su “brillo histórico no consiguió jamás esconder su profunda miseria moral”.
Kissinger intervino en una gran multiplicidad de conflictos y fue un maestro en proteger los intereses norteamericanos que él creyó eran los de la democracia. Como recordó Christopher Hitchens (en su famoso ensayo “Juicio a Kissinger”), participó como asesor de seguridad u otro papel equivalente en la guerra de Indochina, en Bangladesh, en Nicosia; conspiró en Chipre y en el genocidio en Timor Oriental. Ah, y por supuesto, en la intervención norteamericana en Chile. Y de alguna forma tomó parte (no apretó el gatillo, pero tomó parte) en los crímenes que en cada una de esas ocasiones se cometieron.
Así, el juicio del embajador Valdés parece correcto. Pero bien mirado, arriesga incurrir en la simpleza del buenismo.
Porque ¿a qué alude la “profunda miseria moral” que habría padecido Kissinger?
Vale la pena reflexionar sobre ese problema no para defender a Kissinger, sino para intentar dilucidar la particular y trágica índole del político de su estatura.
Desde luego, cabría preguntarse si hay algún político de su talla, o cerca de ella, que pueda haber ejercido el oficio y haberse encumbrado sin haber consentido violencias y crímenes, o sin haberlos conocido y decidido callar, o sin haberlos cohonestado o sin haber infringido deliberadamente los códigos morales como única forma de proteger intereses que juzgó, en su momento, superiores. Los casos que vienen a la memoria sobran. Es evidente, por ejemplo, que Fidel Castro al llevar adelante la revolución, pero sobre todo al consolidarla y defenderla, debió ejecutar actos criminales. Y para qué decir el Che, quien a pesar de su desprecio por la vida es eternizado hoy en camisetas y tazones de café por todo el mundo. Y Lenin al fundar la URSS. Y Charles de Gaulle que, para consolidar la Quinta República, debió consentir el colonialismo primero y traicionarlo después. O Tito al fundar Yugoslavia. O incluso Churchill cuando consintió bombardeos masivos, o Truman cuando autorizó los bombardeos a Hiroshima o Nagasaki. Y así.
Si lo anterior es cierto, si todos los grandes hombres de la historia, como los que se acaban de citar, han cometido, cohonestado u ordenado crímenes, el tuit del embajador invita a plantear dos preguntas: la primera, ¿en qué consistiría la miseria moral o, lo que es lo mismo, la riqueza moral de la que alguien como Kissinger carecería?; y la segunda, si todos los grandes hombres se han comportado parecido ¿quiere decir eso que todos eran miserables moralmente hablando, caso en el cual no sería un problema de Kissinger, sino del oficio?
Veámoslos en ese mismo orden.
Desde luego, no es lo mismo la miseria moral que la inmoralidad. De alguien que es inmoral porque transgrede esto o aquello, no se dice que llega al extremo de ser miserable. Para calificarlo de esto último se requeriría una inmoralidad en grado sumo, una reiteración pertinaz en obrar voluntariamente de manera contraria a lo que la moral ordenaría. Bien, ¿y qué ordenaría la moral al político de Estado en medio de una crisis o una guerra?, ¿salvarse él o salvar aquello que está bajo su custodia? El florentino diría que el político de verdad estaría dispuesto a sacrificar su alma para salvar a la patria, que es más o menos lo que Kissinger habría hecho. En suma, al parecer, la índole del político es tan distinta a la del común de los mortales que parece injusto juzgarlo como si en vez de político fuera odontólogo o abogado. Lo que es miseria moral para este último puede no serlo para el político puesto en una encrucijada o en una tragedia moral.
Si lo anterior es así, de ahí se sigue que el arquetipo del político (un arquetipo no es lo mismo que un ideal. El primero es un esquema de la realidad que es; el segundo, un dibujo de lo que debe ser. Del primero se ocupó Maquiavelo; del segundo, Quevedo o el Padre Rivadeneira) supone una cierta sombra moral porque nadie que esté a cargo del Estado, y menos si participa del estado de naturaleza en que se convierte la relación entre los Estados, puede, llegada la oportunidad desgraciada, eximirse de la decisión trágica, de manera que no cabe sino concluir que el gran político poseería lo que el embajador llama miseria moral. Porque supuesto que Kissinger haya sido el arquetipo del político real, brillante pero miserable, la pregunta que cabe plantear y que formula Raymond Aron es la siguiente: y puesto en el lugar de Kissinger y creyendo lo que él creía, ¿qué habría hecho un político ideal?
Kissinger no es —sobre eso no hay duda— el ideal del político, y en eso el embajador tiene toda la razón. Pero fue un arquetipo del político o de la mayoría de los políticos que se desenvuelven en el tablero inmisericorde y trágico en que a veces se convierte la política internacional. Si no, hay que mirar a Netanyahu y, acto seguido, responder con honestidad la pregunta ¿qué haría yo en su mismo lugar?
La respuesta quizá exige aceptar lo que Kissinger en su último libro llama “verdades difíciles”.