Quedan días para el segundo plebiscito de salida. Lastimosamente, llegamos al final igual como empezamos: con dos bloques inamovibles y ante una propuesta que carece de un respaldo transversal. Habremos de elegir. Al hacerlo no hay que perder de vista lo que nos tiene aquí: el estallido social de octubre de 2019, que puso en jaque a la democracia chilena. Fue para desactivar una movilización social que alcanzó tintes destructivos que se puso en marcha el proceso próximo a terminar. Recordarlo ayuda a comprender sus zozobras y lo que está en juego.
La tesis del historiador conservador Mario Góngora es que Chile fue una sociedad construida desde el Estado, como lo ha evocado Hugo E. Herrera en un libro reciente. Él era el “mediador general entre todos los intereses”, aunque con “el deber especial de proteger a las capas miserables de la población”, para lo cual otorgaba prioridad al “arte político” sobre la economía. Pero la “planificación global” neoliberal arrasó con ese “fondo ético colectivo”. Fue una revolución de marca mayor que, en nombre de la libertad y la subsidiariedad, instaló coercitivamente un orden contractual organizado en base a opciones individuales e incentivos económicos, lo que vuelve a cada cual responsable de sus logros y fracasos.
Aquello funcionó bajo distintos regímenes y gobiernos. Fue la época dorada: el crecimiento económico cubría cualquier falla o mal presagio; el mercado laboral recompensaba generosamente la inversión de las familias en educación; el acceso a nuevas oportunidades incitaba a soportar cualquier abuso; la población, aún rozagante, no llenaba los hospitales ni pensaba en pensionarse.
Esa época dorada comenzó a mostrar signos de agotamiento hace aproximadamente diez años. La economía se estancó, la educación dejó de cumplir las expectativas, la movilidad social se detuvo, la inmigración se desbocó, la vejez no fue cubierta por las pensiones, la sanidad fue sobrepasada, se radicalizó la delincuencia, y salen a la luz casos de corrupción y de abuso que afectan a instituciones públicas y privadas. Las movilizaciones de estudiantes y de pensionados fueron las primeras señales de un desborde social en gestación.
La red de contratos, que prometió autonomía y bienestar —y que parcialmente y por un tiempo efectivamente los proveyó—, se fue volviendo fuente de abusos y ahogo.
El “cliente” fue donde su “proveedor” de salud, pensiones y educación y le dijo: “oiga, algo anda mal; no estoy recibiendo lo que me prometieron y estoy asfixiado por las deudas”. La respuesta la sintetiza muy bien el sociólogo Andrés Biehl en una entrevista en La Tercera: “No, poh, usted eligió”. “Sí, pero yo elegí según lo que usted me dijo”. “Bueno, pero las condiciones cambiaron y yo no tenía cómo saber que iban a cambiar”. Entonces, apelando a su conocimiento atávico, fue como ciudadano a buscar una respuesta en el Estado, y este le respondió: “levántense más temprano”, o “no tengo prerrogativas”, o “los incumbentes me rechazaron la reforma en el Congreso”. Así vino el estallido. Fue la reacción desesperada y autodestructiva ante un sistema que dejó de entregar lo que prometía, de una parte, y ante la incapacidad del sistema político para brindar protección, de la otra.
Si se sigue a Góngora, el estallido puede ser comprendido desde una perspectiva aún más amplia: como la reanimación de ese “fondo ético colectivo” que parecía muerto, basado en un ethos católico, centralista y comunitarista, frente a un ethos neoliberal que, rompiendo con la idiosincrasia y tradición chilenas, quiso imponer un orden que no nace del Estado, sino de individuos enlazados por contratos regulados por la economía y no por la política.
No fue raro, entonces, que él tomara la forma católica de la fiesta, con todo lo que esta tiene siempre de sublime y de caótico, de congregación y desgarro, de gozo y de violencia, de inspiración y desmesura.
Hasta ahora el estallido ha sido leído en clave revolucionaria. Esto dio lugar a las ambiciosas propuestas, aunque en sentidos opuestos, de la Convención y el Consejo Constitucional. Quizás sea el momento de seguir a Góngora y leerlo en clave restauradora, en cuyo caso habría que renunciar a nuevas “planificaciones globales” y conformarse con una modesta agenda de reparaciones.