Un 30 de octubre de 1932, Arturo Alessandri fue elegido por segunda vez Presidente de la República, en medio de una situación grave provocada por la depresión mundial que azotó al país en 1931. Una crisis económica y social de proporciones, que se exteriorizó en múltiples y extremas movilizaciones, al punto que Carlos Ibáñez debió abdicar, en julio, del poder dictatorial que ejercía desde 1927, provocando un vacío político: líderes partidistas exiliados, ocultos o inactivos; partidos y sindicatos desarticulados. Y, sin Ibáñez, la disciplina militar prácticamente se había distendido.

Hubo inestabilidad política durante 18 meses: gobiernos civiles, golpes de Estado, cuartelazos, conspiraciones y juntas de gobierno, destacándose la “República Socialista”, de efímera vigencia. Desde distintos sectores, incluyendo las FF.AA., se comenzó a propiciar la idea de restablecer el imperio de la Constitución (1925) y el Estado de derecho. Hasta que la máxima autoridad del Ejército, Bartolomé Blanche, asumió como Presidente provisional en septiembre de 1932, convocando a elecciones presidenciales para octubre, declinando el cargo en el Presidente de la Corte Suprema, Abraham Oyanedel, acatando la Constitución.

En ese contexto, con carencia de líderes y agrupaciones representativas desorganizadas, estaba claro que Alessandri corría con ventaja, amén de ser un político avezado y con arraigo. Asunto que les quitaba el sueño a los enconados opositores de su primera administración (1920-1925) —conservadores y liberales de raigambre tradicional— que efectuaron gestiones para impedir se concretara la elección. Fue inútil. Alessandri contó con el apoyo de radicales, demócratas y antiguos “alessandristas”, obteniendo un triunfo inapelable ante los candidatos que levantaron esforzadamente conservadores, liberales, socialistas y comunistas.

Una vez electo, bien podría haberse desquitado, haciendo sentir su autoridad sobre los furibundos antagonistas. Mas su experiencia lo hacía actuar con realismo y prudencia. Asumió la Presidencia sin sujeción a partidos, optando por un gobierno de base nacional, para impulsar la restauración en todo orden de cosas, atendiendo de manera preferente las actividades llamadas a vigorizar la vida económica y social. En consecuencia, formó su gabinete exclusivamente con los “honestos, más eficientes y preparados… de excepcionales competencias”. En ellos incluyó a conservadores, liberales, radicales, democráticos e independientes. Un conjunto de hombres —dijo— “con quienes tenía la seguridad de trabajar con independencia y eficacia por los intereses públicos”.

Qué distinta política a la de nuestros días. Aquellos, dirigentes con convicciones, principios, doctrinarios en ciertos casos, adversarios en ese plano, pero inteligentes, con capacidad de comprensión para lograr acuerdos en torno al bien general, aplicando el sentido común. Y hoy, tan diferente el actuar de algunos, tan estrictamente determinados por esa racionalidad fervorosa, obediente al extremo de concepciones ideológicas fracasadas y que resultan extremas.