Siempre he creído que publicar en esta sección —la llamada página de redacción— tiene una ventaja sobre hacerlo en otras partes de un diario. La ventaja es que ningún columnista de redacción está forzado a escribir sobre la contingencia y puede por tanto tratar de otras materias de su preferencia. Los diarios tienen que ocuparse de la contingencia, sobre todo la de carácter político, pero en su página de redacción admiten que un columnista se explaye sobre un libro, acerca de una película, sobre lo que se ha observado en un bar, o acerca de lo que es posible contemplar una luminosa mañana mientras se camina por una calle arbolada.
Hoy mismo, con la idea de escribir sobre la vejez (contingencia para mí, mas no para todos los lectores), me someto a lo que me toca y a los acontecimientos de similar fecha de hace cuatro años.
Difícil tarea extenderse aquí sobre un hecho que ni siquiera concita acuerdo en su denominación más habitual —“estallido social”— y menos en las causas y antecedentes que lo provocaron y explican. Existen los hechos, pero lo que abundan son las interpretaciones, casi todas hechas a la luz de las creencias, prejuicios o intereses de los intérpretes. Cada uno de estos se expresa como si su interpretación fuera la correcta y cuesta encontrar explicaciones que provengan de actores no unilaterales y que se reconozcan falibles, admitiendo al menos la posibilidad de estar equivocados.
Después de medio siglo desde el gobierno de la UP y del golpe de Estado que le puso término, no pudimos concordar en algunas interpretaciones y se notó incluso poco esfuerzo por intentarlo (¿cómo, si hubo víctimas, verdugos y cómplices pasivos?), y ahora, atendida su caliente mayor proximidad, algo similar está ocurriendo con las interpretaciones acerca de los hechos de octubre de 2019. Por supuesto que algunas interpretaciones han sido abandonadas rápidamente (eran extraterrestres, agentes venezolanos, narcos), pero políticos, medios y analistas están saliendo al ruedo, y todos, o casi, mostrándose ansiosos por demostrar que tienen la explicación exacta de por qué ocurrió lo de entonces.
¿Cómo evitar caer en lo mismo en lo que queda de esta columna?
Nada más diré que es recomendable apartarse de la invocación a causas únicas y reconocer que las causas y antecedentes de hechos complejos no se reducen nunca a una sola. La misma palabra “causas” no resulta la más apropiada y es por eso que he agregado una menos rotunda: “antecedentes”.
De ellos quiero destacar uno solo, que es el que suele ser desconocido o minimizado por nuestras élites satisfechas. Me refiero a que la salida a la calle de millones de personas en las principales ciudades del país no estuvo motivada por una supuesta aprobación al vandalismo de esos momentos, sino por la convicción de que en Chile subsisten hondas y permanentes desigualdades en las condiciones materiales de existencia de las personas y sus familias. ¿Es que tuvo que haber una pandemia para darnos cuenta de que existían? Desigualdades que no se refieren a las distintas marcas y modelos de automóviles a que pueden optar las personas según sean sus recursos, sino al acceso a bienes básicos o primordiales sin los cuales nadie puede llevar una vida digna, responsable y autónoma. Mi parecer es que a ese hecho no se le toma bien el peso, lo mismo a que no habrá gobierno ni Constitución que por sí solos nos saquen adelante. Desigualdades de ese tipo, unidas a muchos abusos, fueron lo que colmó la paciencia de una sociedad que, sin respaldar mayoritariamente el vandalismo ni menos propiciar la revolución, mostró su indignación no con la vida demasiado dulce de unos pocos, sino con la muy dura de muchos.
Haríamos mal en conservar memoria solo del vandalismo de hace cuatro años, haciéndonos otra vez los lesos respecto de desigualdades y abusos.