Los plazos son ya mínimos. Por eso, a dos meses del 17 de diciembre, ¿qué es lo realmente importante?
El Bien común.
Nos dicen, eso sí, que esa expresión es demasiado amplia, que en ella cabe casi todo, que da lo mismo. Pero eso no es cierto: el Bien común no sirve para cualquier cosa, sino solo para que todos y cada uno de los habitantes de esta querida patria puedan contar con las condiciones que les permitan alcanzar su máximo desarrollo personal. Como es “un algo” tan grande y generoso, hay que poner todos los empeños para que logre concretarse.
Bien, pero ¿un texto constitucional puede proponerse un objetivo tan alto? Sí. Negarle esa posibilidad sería cegar las fuentes de la experiencia y de la inteligencia. Impedirle su eventual eficacia sería postular que ya no queda más opción que la contraria, la ley del más fuerte; equivaldría a sostener que el único método válido es la “constitución de los hechos”, o afirmar que el octubrismo se ha convertido en el criterio decisivo.
Muchos confiamos en que lo finalmente propuesto el 7 de noviembre será aún mejor que lo que tenemos hoy, que es muy bueno. Pero como ese texto todavía está en trámite, es ciertamente legítimo suspender el juicio hasta que no se conozca la redacción definitiva. Y, al mismo tiempo, ¿no está acaso perfectamente instalada en millones de ciudadanos una convicción fundamental, cual es que no se puede seguir prolongando esta locura, esta apendicitis constitucional que ya devino en peritonitis?
En efecto, en las próximas semanas nos enfrentaremos a esa disyuntiva propia de los momentos de crisis agudas en las sociedades democráticas: o fijamos la mirada en los textos puros y simples —y quizás concluyamos que son insuficientes— o los tomamos como lo que era posible aprobar y proponer, con vistas al Bien común, y prefiramos darles importancia mayor a conceptos como estabilidad y normalidad.
De nuevo el Bien común.
Sí, porque, en efecto, para que se genere ese conjunto de condiciones que permitan a todos y a cada uno buscar su plena realización personal, no bastan las normas. Es necesario también un clima de normalidad, un ambiente de estabilidad.
A nadie le cabe duda alguna de que el Partido Comunista y gran parte del Frente Amplio están en contra de cualquier cierre que no se condiga con el mamarracho de la Convención anterior. Ahí sí, ahí sí que las izquierdas duras tenían puesta la esperanza de un final de los tiempos acorde con su nefasto diseño. Pero más del 60% de los electores dijimos que No, rechazamos, y frustramos así su absurda utopía.
Entonces, ahora, ¿tiene alguna lógica con vistas al Bien común, votar “en contra”, en alianza con las izquierdas duras, si lo que ellas justamente quieren es lo contrario de lo que la inmensa mayoría de los chilenos pidió el 4 de septiembre, es decir, cerrar de una vez por todas el proceso?
Estamos frente a la tensión entre contenidos y momentos; en tiempos de paz y de armonía —que los ha habido en el Chile constitucional— se puede exigir el máximo en la pureza de los textos; pero en momentos de extrema inestabilidad, casi de guerra de las izquierdas contra la democracia chilena —agresión a veces abierta, a veces sibilina—, hay que ir a consolidar los fundamentos del Bien común y aprobar todo lo bueno, aunque nos falte algo de lo mejor.
Las izquierdas están expectantes. Usan su estrategia para dividir a sus adversarios. Solo buscan que el maximalismo de unos pocos destruya la mayoría que hemos conformado los adversarios de la refundación de Chile, desde el 4 de septiembre y el 7 de mayo pasados.
¿Tiene sentido entregarle a las izquierdas el Mal común de un nuevo proceso, el tercero, seguramente aún más perverso que los anteriores?