En los primeros días de septiembre de 1973, el clima no era eléctrico; era siniestro. Mario Góngora lo calificó como “una guerra civil todavía no armada, pero catastrófica”.
¿Cómo se había llegado a una situación terminal para nuestra sociedad y para nuestras instituciones?
No he conocido ningún marxista que lo niegue: el proyecto de la Unidad Popular implicaba la destrucción de todo el orden existente. Destrucción, no modificación; destrucción, no cambio. Si ese era el propósito, ¿cómo podía esperarse un proceso pacífico, civilizado?
En ese empeño confluían el Partido Socialista, el Partido Comunista, el MAPU, la Izquierda Cristiana y —desde fuera de la UP— el MIR. Poco importan los matices de cada una de esas organizaciones, si todas compartían un objetivo común: destruir lo existente. Se definían como antioligárquicas, antifeudales, antiimperialistas, antiburguesas, antimonopólicas, anticapitalistas. Anti, anti, anti, anti…
Tampoco ningún marxista niega que esa mirada confrontacional validaba expresamente la lucha de clases como relación social básica; que propiciaba la violencia como instrumento de la destrucción, y que fomentaba el odio como ingrediente fundamental para mover a las personas —las masas, les decían, con un desprecio evidente por su identidad— hacia la destrucción de quienes llamaban sus enemigos. Sí, sus enemigos.
Pero Allende era distinto, ¿no? No, no lo era.
Allende había presidido OLAS, organización castrista destinada a la subversión, conocía bien el dominio que tenían los elenos violentistas del partido en que él militaba, llamó al MIR a encargarse de su seguridad personal en el GAP, indultó a miristas y vopistas procesados por delitos comunes y contra la seguridad del Estado; en fin, desplegó un conjunto de acciones que violaban el Estado de Derecho: resquicios legales, negativa a promulgar una reforma constitucional, incumplimiento de sentencias judiciales…
Obvio. Así tenía que ser. A Allende le molestaba que lo consideraran socialdemócrata. Marxista, marxista soy, solía insistir. Su vía chilena al socialismo llevaba en sí misma los gérmenes de la vía insurreccional contra todo el orden establecido. Se sinceró con Debray, se sinceró en tantos discursos. ¿Qué sentido tiene negarlo?
Pues bien, todo ese proyecto —tan de la UP como allendista— partía de la base que iba a encontrar resistencia. La matriz dialéctica de la historia así se los indicaba y la experiencia práctica se los confirmaba. Por eso, el lenguaje utilizado era claro y directo: estimaban que al frente estaban la reacción, la contrarrevolución, los defensores de sus privilegios, ¡el enemigo del pueblo!
Por supuesto, las Fuerzas Armadas eran consideradas las defensoras del orden opresor, los instrumentos de la burguesía para perpetuar su sistema. Había que infiltrarlas y, cuando llegase la confrontación final, ojalá provocar su división. Esto lo dijeron las izquierdas durante años, en todos los tonos, e intentaron practicarlo burdamente durante la UP. Solo el PC se frenaba en esta materia. ¿La razón? Los comunistas estimaban que la correlación de fuerzas les era desfavorable. De ahí que su consigna de los meses finales —¡No a la guerra civil!— fuera un angustioso llamado a sus propios socios de coalición, para que no extremaran una situación del todo inviable para sus pretensiones. La actitud comunista de repliegue en la mañana del 11 de septiembre fue del todo coherente.
Altamirano, 30 años después, habló con la verdad sintética: “El programa de la UP era imposible por la vía pacífica”.
Nos han tratado de engañar, pero… “no se puede engañar a toda la gente todo el tiempo”.