No quisiera llegar a convencerme de que tenemos una élite política idiota, en el sentido que los antiguos griegos le daban a esa palabra. Se referían así a quienes no se ocupaban realmente del bien común, sino solo en sus beneficios particulares. La raíz “idio” significa “propio” y es la misma que en “idioma” o en “idiosincrasia”.
Para los griegos clásicos, idiotas eran los políticos que ponían su conveniencia por sobre el servicio público, y los ciudadanos que no se interesaban por los asuntos de Estado. Los políticos idiotas, según ellos, no piensan en la solidaridad ni en los derechos de los demás, ni consideran el interés público. Olvidan que la política democrática debería construir comunidad y organizar la polis para beneficio de todos.
Una sociedad es una especie de pacto o acuerdo silente, una conciencia de pertenencia incorporada en la memoria colectiva. Se siente que se es chileno sin requerir un pasaporte que lo acredite. Implica un sentimiento que define y que comprendemos, una aquiescencia, un pertenecer. En definitiva, una identidad.
Chile, tras la independencia, de inmediato se dotó de instituciones y se reconoció en ellas. Muchas necesitan reformularse en este nuevo siglo: todos los países, hasta los más estables, viven momentos tensos, a veces revolucionarios. Pero luego se reencuentran.
Es hora de que las eternas tensiones de los políticos en su burbuja permitan que el Chile real —que vive la delincuencia y las carencias— pueda retomar algunos consensos: reconocernos como sociedad y avanzar, con todas nuestras diferencias culturales y políticas, o entraremos en la eterna decadencia de tantos países de nuestra región. Lo más difícil —ya lo decía Kant— es lograr sentido de pertenencia sin sacrificar la diversidad y la libertad, para que cada uno desarrolle su propia vida como le plazca.
Eso no es fácil hoy en Chile: hay grupos interesados en descomponer la cohesión y hacernos dudar de nuestra historia, llena de aciertos y errores, pero que nos define.
Frente a la globalización del Derecho, en que organismos internacionales pueden menoscabar la soberanía de países menores como Chile, una Constitución propia y respetada, que cohesione a la sociedad, es una herramienta fundamental de autonomía. La Constitución debe contener los principios y objetivos de la nación, distribuir el poder en instituciones, y sobre todo debe resguardar los derechos de los gobernados frente a abusos de poder. Así lo pudieron hacer nuestros antepasados durante 200 años, cuando Chile era mucho más pobre y vulnerable. Es una frivolidad, una idiotez griega de la llamada clase política actual, mantenernos en esta eterna discordia y suspenso, sin saber a qué atenernos.