Las familias de los acusados en el caso Frei Montalva, al conocer la sentencia absolutoria de la Corte Suprema, han declarado: la verdad ha quedado establecida.
Por su parte, la familia del expresidente democratacristiano ha manifestado: la verdad es que Frei Montalva fue asesinado, aunque no se haya podido probar.
La verdad.
Cuando una sentencia judicial definitiva establece la cosa juzgada, esa verdad declarada respecto de lo controvertido otorga seguridad a todos los actores sociales. Ganadores o perdedores en el conflicto resuelto judicialmente, todos a la larga resultamos ganadores gracias a la certeza jurídica que otorga la sentencia. Pero al mismo tiempo —a pesar de lo cargante que pueda resultar en este caso— también debe defenderse el derecho de los perdedores a seguir sosteniendo una verdad distinta de la judicialmente establecida. Lo contrario, el monopolio de la verdad en manos de los jueces, privaría al resto de las instancias sociales de su legítimo afán por buscar y profundizar en la verdad.
Dicho de manera bien sencilla: cada vez que una sentencia establece la verdad, se cierra el período de la controversia jurídica, pero queda siempre abierta la discusión sobre la historia real.
No es cuestión de gustos, es cuestión de respeto a la libertad.
Veamos otro ejemplo. Una sentencia judicial puede haber condenado a quienes participaron en el enfrentamiento con Miguel Enríquez en 1974, y —guste o no— se ha producido certeza jurídica. Pero sigue siendo perfectamente legítimo sostener, en sede historiográfica, que el líder del MIR no fue asesinado, sino que murió combatiendo agresivamente, tal como lo han sostenido numerosos investigadores desde la izquierda. Y si llegasen a establecerse instancias judiciales para determinar las causas de muerte de Salvador Allende o de Pablo Neruda, así como la ha habido para el asesinato de Jaime Guzmán, nada de lo que ahí se decidiera podría impedir el legítimo disenso de los historiadores.
O sea, ninguna sentencia puede cerrar la investigación periodística o histórica de los hechos, según cuál sea la disciplina más aplicable a lo controvertido.
Por eso, ha devenido en doble escándalo el empeño comunista por legislar para prohibir la libertad de investigación histórica —bajo el argumento del negacionismo— y por regular la difusión de información a través de una espuria comisión —bajo el argumento de evitar las noticias falsas.
Ambas iniciativas apuntan en la misma dirección: si la ley llegara a prohibir ciertas opiniones históricas, las personas que la transgredieran serían sometidas a juicio, la sentencia seguramente las condenaría y, así, en el nombre de la seguridad jurídica, se establecería una verdad incontrastable. Y si la fiscalización de la información permitiera algo análogo, todo el periodismo, así como la participación en redes sociales, quedarían a merced de la verdad oficial.
Estamos muy lejos, qué duda cabe, de esos juicios espectáculo en la Unión Soviética durante la década de los 30 del siglo pasado, en que, ante buena parte de la prensa mundial, se pretendía establecer una verdad definitiva mediante sentencias judiciales, basadas en “sinceras confesiones”. Era uno de los rasgos más evidentes de la tendencia totalitaria. Sí, estamos muy lejos, pero la sola posibilidad de que la ley prohíba la investigación histórica o limite la difusión de noticias —insistamos, empeños comunistas ambos en el Chile de hoy— debe poner en alerta a todos los defensores de una sociedad libre y responsable.
En democracia solo puede custodiarse la verdad si se protege la libertad de muy variadas instancias para dedicarse con honradez a su búsqueda.