Todos los asistentes, de izquierda y de derecha, coinciden
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Fue una reunión durísima, dijo María José Hoffmann. Una reunión dura, franca, a ratos tensa, agregó Francisco Chahuán. Fue muy franco el Presidente, y fuimos francos nosotros, comentó Gloria Hutt. Y la vocera de gobierno la describió, por su parte, como una reunión “bastante honesta, franca, sincera y a ratos bastante dura, pero también muy necesaria”.
Todo esto es muy raro.
Porque como todo el mundo sabe, este tipo de encuentros, esas reuniones duras y ásperas del tipo que describen Chahuán, Hoffmann, Hutt o Vallejo, es fácil imaginarlas, e incluso comprenderlas, cuando los partícipes tienen un compromiso emocional o emotivo entre ellos o están aferrados sentimentalmente a lo que se disputa, como ocurre en los quiebres matrimoniales o cuando los herederos disputan entre sí una suma de dinero o incluso un cachivache, un objeto aparentemente inofensivo al que está atado un recuerdo. Entonces, cuando se encuentran para decidir cómo se distribuirán los bienes, o las visitas de los niños, es natural y comprensible que la racionalidad disminuya, las emociones se pongan al mando y broten los reproches de lado y lado. Por eso las disputas de familia o de herencias, o entre quienes fueron amigos, son tan agrias. Pocas cosas hieren tanto como sentirse traicionado, y entonces a la amistad, el parentesco o el cariño los reemplaza el encono exagerado. Después de todo había vínculos de memoria o de peripecia vital o expectativas de lealtad perruna que habrían sido rotas y por eso aparecen los reproches y la confesión de resentimientos. Entonces, para restablecer las relaciones estropeadas, las personas se juntan y se dicen esto o aquello esperando que al expresar sus emociones de una buena vez (lo que la literatura psicoanalítica llamó alguna vez abreacción), se pueda comenzar de nuevo y ojalá reverdecer las viejas relaciones.
Por eso si esas descripciones de Hoffmann, Vallejo, Hutt y Chahuán son verídicas, la política chilena está en serios problemas.
Se habría dejado invadir o infectar por la domesticidad.
Y es que basta ponerse serio y detenerse un momento para advertir que no es razonable ni muy digno de los partícipes que algo así —duro y sentimental— ocurra en una reunión política como la sostenida por el Gobierno con la oposición. Y, sin embargo, ocurrió y esa reunión estuvo llena de reproches y de confesión de pequeños resentimientos recíprocos, esos que por pudor o dignidad la gente suele guardar para sí. A juzgar por los relatos de ese encuentro, esa reunión que se decía política, y presidida nada menos que por el Presidente, al estar plagada de reproches y de confesión de heridas recíprocas, en las que nada se sacó en limpio, nada que interese a la ciudadanía, salvo saber que sus partícipes se dijeron cosas con franqueza, pareció más bien una terapia de grupo de alcohólicos anónimos, o una sesión de coaching de esas que las consultoras sugieren a las empresas para mejorar las relaciones laborales, o una sobremesa de examigos que repasan los excesos de una noche de entusiasmos y tratan de reconciliarse.
Para probar lo anterior, basta constatar que, consultados por los resultados de esa reunión, lo único que sus partícipes pudieron decir fue que se habían confesado con franqueza lo que sentían cada uno de la actitud del otro.
Pero ¿adónde está llegando la falta de ideas y de rigor intelectual, para que los encuentros entre políticos, gente que desarrolla un rol público, personas de las que se espera sobriedad y contención, racionalidad en suma, se comporten de esa manera y que, como si fuera una noticia digna de ser oída, una noticia que la ciudadanía estuviera esperando, además lo confiesen? ¿No se advierte acaso que hay algo de decadente cuando quienes ejercen la política profesional se reúnen e informan casi al unísono que se trató de una reunión donde se dijeron todo lo que pensaban los unos de los otros, con franqueza, como si la vida cívica fuera una extensión del espacio doméstico o sentimental?
Habría que recordarles a todos los partícipes de esa reunión que un logro evolutivo de las sociedades modernas que ha hecho brotar lo que se llama esfera pública, es la racionalidad que consiste en contener y reprimir la subjetividad, ejercer algo de inevitable hipocresía (que, en política, al revés de la franqueza, es una virtud) y espantar la domesticidad.
Y es que al revés de lo que parecen creer esos entusiastas de la franqueza, a la hora de los roles públicos nada es personal.