Hacia los años 60 del siglo pasado, varias autoridades —incluyendo presidentes— y gran parte de chilenos se ufanaban de contar con una democracia ejemplar, teniendo en cuenta el sistema electoral que nos regía. Sistema que había logrado su madurez durante un proceso iniciado en 1891, sin que sus protagonistas fueran conscientes del hecho: el triunfo de la Guerra Civil puso fin a la intervención electoral que se hacía desde la Presidencia e instituciones gubernamentales durante el siglo XIX. Y el proceso continuó con una serie de iniciativas legales que señalo sumariamente.
En 1915, se obstruyó el fraude electoral, pues era corriente falsificar los resultados, aunque continuó practicándose el cohecho; en 1934, se otorgó el voto femenino para elecciones municipales; en 1941, se logró concluir con los actos de violencia que ocurrían regularmente el día de los comicios, confiando a las FF.AA. el control del acto electoral; en 1949, se extendió el derecho a voto a la mujer en todas las elecciones; en 1957, se terminó con el cohecho, al implementar la cédula única, confeccionada y distribuida por el Estado, donde figuraban la nómina de los candidatos; en 1962, se instituyó la inscripción electoral obligatoria y también el acto de sufragar, bajo amenaza de multa, y en 1970 se dispuso disminuir la edad del votante a 18 años, ampliándose el derecho a los analfabetos. Además, la precisión con que se efectuaron las elecciones entre 1932 y 1973 fue notable, ajustadas rigurosamente a lo prescrito en la Constitución de 1925. Todas se hicieron el día estipulado, fueran comicios municipales o presidenciales, generales o complementarios, ordinarios o extraordinarios.
A su vez, la expansión del padrón electoral entre 1891 y 1973 fue enorme: en 1894 correspondía al 2% de la población y en 1973 al 45%, es decir, unos 4.500.000 ciudadanos. Conste que en 1948, antes del voto femenino, la cifra era de 600.000. Y el grado de información también fue creciente. Todos los partidos políticos tuvieron libre acceso —también a la propiedad— a periódicos y radios, siendo finalmente, como dice la fórmula, elecciones “libres, secretas e informadas”.
Esa pureza fue declinando y peligrosamente hacia 1973, según se presentía y voceaba, hasta que súbitamente el sistema devino en ruina.
Las explicaciones son diversas y contrapuestas, pero hay unas que se olvidan. Nuestra democracia era formalmente sólida, pero vulnerable. Sus condiciones sociales de base eran débiles. Hacia entonces, existía un porcentaje de población que vivía en la pobreza y miseria, entre un 30% y 20% (al menos el último guarismo corresponde a 1973), y, por otra parte, el país arrastraba un problema educacional de envergadura por su escaso desarrollo. Se procuró enmendar en los últimos años, aumentando la matrícula de educación básica, pero no se complementó con los recursos necesarios (edificios, infraestructura, docentes preparados), profundizándose el descenso de su calidad. Una democracia con esa realidad social es inconsecuente y exige una participación consciente e interesada.
Hay otras explicaciones de la “ruina”, pero sirve meditar las señaladas cuando se habla de crisis de la democracia actual. ¿Y las condiciones sociales?