El caso de la fundación Democracia Viva y todos los que lo han seguido —es de esperar que no queden muchos aún en las sombras— muestran de qué forma en la cultura contemporánea sobran los discursos globales sobre la moralidad de la vida y la política, pero escasean las virtudes básicas a la hora de comportarse.
Conviene detenerse en este problema que está en el centro de la sociedad contemporánea.
Hoy día abundan las declaraciones de índole moral acerca de los procesos sociales (tal institución o estructura, suele decirse con gran elocuencia y alzando la voz, es injusta o desigual o discriminatoria, inaceptable o impresentable); pero al mismo tiempo se constata un descuido y un abandono de los deberes más básicos del comportamiento. El discurso contra la violencia de género coexiste con episodios de golpes o de abusos; la vigilancia del lenguaje políticamente correcto suele ir acompañado de insultos e injurias en las redes; la retórica acerca de la justicia y el rechazo del abuso va muchas veces de la mano con el pequeño fraude o la trampa en beneficio propio.
Buenos ejemplos son los casos de las fundaciones hasta ahora conocidos. Pero lo mismo se observó hace poco en la conducta empresarial. O en el financiamiento de la política.
¿A qué puede deberse todo eso?
Lo que parece ocurrir es que en la cultura contemporánea coexisten dos tendencias fuertemente arraigadas. De una parte, hay una preocupación global por los procesos sociales y por la humanidad, de lo que son muestras el discurso acerca de la justicia, la sobrevivencia del planeta, el calentamiento global, los derechos de los animales y cosas así. De otra parte, existe un reclamo de libertad concebida como la ausencia de restricciones a las propias decisiones y al propio comportamiento.
Y ambas tendencias están desconectadas entre sí, existen de manera paralela, sin que se reúnan. La libertad no se decide a hacer verdad en el día a día los ideales abstractos que se proclaman.
Y ese es el problema.
Porque, como enseña el cristianismo (que en esto tiene razón), el amor a sí mismo es indisoluble de la preocupación por el otro; pero si eso es así, ello significa que la justicia al por mayor (la relativa al buen diseño de la estructura social) debe estar acompañada de la justicia al por menor (la relativa al buen comportamiento).
Así, una preocupación por la justicia estructural exige renuncia al interés egoísta; el interés por la sobrevivencia del planeta, el rechazo de ciertas formas de acumulación; el repudio del maltrato animal, incluir al embrión humano; etcétera. En la cultura contemporánea, sin embargo, se aspira a un mundo justo e igualitario, pero al mismo tiempo se pretende que mis particulares intereses tengan ventaja; a la supervivencia de la especie sin renuncia a ninguno de los placeres que provoca el consumo; al respeto irrestricto a la vida, especialmente animal, con excepción de aquellas que entorpezcan el propio plan de vida, etcétera.
Lo que se olvida es que el discurso global acerca de la justicia y el reclamo de libertad y de autonomía (tan frecuentes en el debate de este tiempo) necesitan, para contribuir al logro de una vida mejor, la existencia de lo que podríamos llamar virtudes mínimas, disposiciones de la conducta que puedan conectar los grandes ideales con el propio comportamiento. Ese es el papel de la virtud: conectar la propia vida con los grandes ideales. Esas virtudes —honradez, cortesía, respeto de las reglas, pulcritud— son el resultado de una conducta que se practica y de un discernimiento que se ejecuta al interior de la familia, en la escuela, en la universidad, en el barrio, en las diversas formas asociativas, esos lugares donde se forja el carácter. La palabra carácter proviene del griego y significa el cuño o sello de una moneda. Así lo que los clásicos llaman carácter moral (y que juzgan indispensable para el funcionamiento de las instituciones) es la huella que la práctica social ha dejado en cada uno.
Y eso es lo que está faltando.
La vida social requiere carácter, carácter moral, y este se aprende ejercitándolo. Para eso se requieren personas que guíen y corrijan. El ser humano, observó Kant, es un animal que necesita un maestro. Y para ser maestro se requiere atreverse a dar el ejemplo, a ser minoría y tener la razón. Pero hoy todos (el profesor en la sala, los padres en la casa, el político en el Congreso, el periodista en el medio, el director en la escuela, el rector en la universidad) quieren tener solo opiniones y ser aceptados y nadie quiere tener la razón.
Durante mucho tiempo ha imperado en el ámbito público el anhelo de libertad y quienes han ejercido el papel de maestros han sido los que han estimulado ese deseo; quizá sea hora de retomar la lección de los clásicos y ponerse a pensar en las restricciones indispensables para que la vida funcione, en las virtudes del carácter necesarias para que la justicia y la moral impregnen la vida social y no se crea, como hasta ahora, que el buen comportamiento consiste solo en decir lo correcto en vez de hacerlo.
Pero para eso son necesarias gentes que quieran tener la razón y dar el ejemplo. Y de eso no parece haber.