La frase de James Carville, asesor de Bill Clinton, se volvió icónica. “Es la economía, estúpido”, fue la forma de recordar cuál era la preocupación central de los votantes en 1992, a la cual debían responder todos los mensajes de campaña. El triunfo de Clinton se le imputó, en gran parte, a su disciplina para mantener el foco en la cuestión económica.
A la luz de la encuesta del CEP publicada hace unos días, Chile está en una situación diferente. No es la economía la fuente de mayor desasosiego: es la política, aquello que Platón definía como el medio a través del cual la sociedad cree poder alcanzar la justicia.
La percepción de los encuestados acerca de la situación económica personal y del país, así como sus expectativas de progreso futuro, está lejos de ser optimista, pero al menos no se ha seguido derrumbando y muestra una leve recuperación. El esfuerzo del ministro Marcel y del Banco Central por contener la inflación y alentar mejores aires para la economía parece estar dando algunos frutos.
En el plano político, en cambio, el fastidio no cede. Seis de cada diez encuestados consideran que la situación es mala o muy mala, acentuando una tendencia que viene desde 2022. Pero no es todo. Aún se prefiere a líderes políticos dispuestos a ceder para alcanzar acuerdos, pero esta preferencia cae diez puntos frente a la alternativa de políticos intransigentes. Esto va en línea con otro cambio: una mayor identificación con los partidos políticos, empujado especialmente por el salto —que supera largamente al resto— en la adhesión al Partido Republicano. La suma de ambas cosas indica que la aproximación de los chilenos a la política podría estar entrando al carril que conocimos en el pasado: una relación más polarizada e identitaria, lo que reduce los espacios para la negociación y los acuerdos.
De otra parte, se consolida la hegemonía de valores y demandas de corte más “conservador”, “iliberal”, “autoritario”, o como se lo prefiera denominar. Autoridad, orden y esfuerzo individual superan de lejos a libertad, diversidad y solidaridad. Ocho de cada diez encuestados estiman que la obediencia y el respeto por la autoridad son los valores más importantes a inculcar en los niños, duplicando la cifra de 2019. Si hay que optar, siete de cada diez prefieren orden y seguridad sobre libertades públicas y privadas. La mitad de los entrevistados se declara disponible a suprimir libertades para controlar la delincuencia. Y quienes desean un gobierno firme sin tanta preocupación por los derechos de las personas se duplican desde la encuesta anterior, alcanzando 66 por ciento.
De la mano con lo anterior, se consolida lo que podríamos llamar un espíritu capitalista. Sigue subiendo (alcanza 52 por ciento) la inclinación a premiar el esfuerzo individual, aunque ello produzca importantes diferencias de ingresos, y se afianza una mayoritaria adhesión a la provisión mixta o híbrida de bienes públicos.
Todo lo anterior coincide con un alza importante en la autoidentificación con la derecha, que había caído drásticamente en las inmediaciones del 18-O. “Ser de derechas” —y, en particular, consentir con el Partido Republicano— ya no es vivido como algo que es mejor mantener en privado: se ha vuelto motivo de orgullo y exhibición.
Los partidos y el Congreso están en el último lugar de la confianza pública, en contraste con las policías y las FF.AA., que lideran la lista. El Gobierno no está mucho mejor. Para gestionar la mutación de la opinión pública por cauces democráticos, es indispensable que los actores políticos reaccionen y muestren capacidad de cooperar entre sí. De lo contrario se pueden hundir en la insignificancia, y de ahí a salidas autoritarias hay solo un paso.