Una parte de la izquierda no tiene problemas con la prensa libre y aguanta las críticas con sentido deportivo o, al menos, con una estoica resignación. Otros, en cambio, se ponen muy nerviosos. Entre estos últimos, el arco es muy amplio y va desde Nicaragua o Venezuela, donde ser profesional de la prensa es muy peligroso, hasta las amenazas de AMLO y las funas del kirchnerismo a los periodistas incómodos.
En Chile, el espectro de los descontentos con la prensa libre es también variado. Los que tenemos algunos años, recordamos los empeños de la Unidad Popular por controlar la Papelera, como medio de asfixiar a la prensa opositora, o sus clausuras del diario Tribuna o la revista Sepa. Por supuesto que las tribulaciones de esos medios no son comparables a las que sufrieron años después las revistas Análisis, Cauce o Apsi, pero el gobierno de la Unidad Popular se presentaba como democrático y esos esfuerzos por silenciar a la prensa no calzan con sus palabras.
Hoy corren tiempos mejores. Es verdad que el Presidente Boric ha sido muy poco deferente con los periodistas en diversas oportunidades; sin embargo, no ha pasado a mayores.
También me parece raro que, desde el 11 de marzo de 2022 hasta la fecha, los lectores de “El Mercurio” no hayamos tenido la posibilidad de leer una entrevista a nuestro Presidente. ¿Está obligado a concederla y eventualmente exponerse a ciertas preguntas incómodas? No: es la simple falta de deferencia con un diario que, guste o no, forma parte de nuestra historia patria. Constituye una ausencia de consideración semejante a la que sufrió en estos días el rey Felipe cuando Gabriel Boric fue a verlo sin cumplir las mínimas normas protocolares. Uno tiene todo el derecho a pensar que esas son antiguallas monárquicas, pero entonces no tiene por qué ir de visita al Palacio de la Zarzuela. ¿Hará lo mismo si algún día va a Inglaterra?
Por otra parte, un episodio significativo en la compleja relación del Gobierno con la información fue la creación de la Comisión Asesora contra la Desinformación. ¿De quién habrá sido la idea de radicarla en el inocente Ministerio de Ciencia? Hay que reconocer que fue una idea bastante astuta.
Aparentemente todo estaba bien en esa medida, salvo por tres detalles. El primero es que esta es una comisión “contra” la desinformación y no “sobre” ella, como cabría esperar, en principio, de una instancia encargada de la investigación científica. Si interviene ese ministerio, debería ser para financiar proyectos de investigación concursables impulsados por el afán de saber de los investigadores y no por comisiones establecidas por La Moneda.
El segundo detalle es que, en su afán por controlar las noticias falsas, nuestros gobernantes parecen haber invadido las atribuciones del Poder Legislativo. De hecho, esta semana una mayoría importante del Senado acudió al Tribunal Constitucional porque el decreto que crea la Comisión incide “en una materia de ley que debe ser discutida en el Congreso Nacional”.
Por último, los precedentes que se invocan sobre comisiones parecidas no son aplicables. Que yo sepa, no ha habido intervención de hackers rusos en nuestros procesos electorales, a diferencia de Europa, de manera que el precedente de la UE no es válido para el caso chileno. Además, allí se discutió primero en sede legislativa.
No solo el Gobierno tiene razones para estar preocupado por las noticias falsas: son una plaga que contamina la convivencia política. Más que pretender eliminarlas —lo que puede lesionar ciertas libertades importantes—, me temo que debemos aprender a convivir con ellas y adquirir la habilidad para no dejarnos engañar. En este sentido, hoy asistimos a un fenómeno preocupante: hay un número importante de personas que, por propia voluntad, eligen informarse a través de medios completamente partisanos.
De modo un tanto frívolo, han prescindido de la prensa tradicional, esa que, con todas sus imperfecciones, ha elegido someterse a controles de calidad exigentes, desde el Consejo de Ética de la Asociación Nacional de Prensa hasta la tribuna del lector, donde los ciudadanos pueden desmentir las informaciones erróneas.
Muchas personas han dejado la prensa tradicional por el hecho de que ahora hay que pagar por ella, o les incomoda que haya que apoyar con donativos a los medios que han decidido permanecer abiertos a todo público. Parece que queremos estar bien informados y, sin embargo, no estamos dispuestos a pagar por eso. Nos molestan las noticias falsas, pero no tomamos medidas equivalentes a las que adoptamos para prevenir infecciones que dañen nuestra salud. ¿Por qué aplicamos aquí un criterio distinto del que usamos en otros aspectos de nuestra vida?
Las noticias falsas vienen de todos lados del espectro ideológico y debemos exigir a nuestros políticos una especial responsabilidad. Ella supone, en primer lugar, no propagarlas: hay tuits de personas que hoy desempeñan altos cargos de gobierno que son realmente vergonzosos. Tampoco es correcto atribuir a las fake news las decisiones ciudadanas que desagraden a un sector político. Es verdad que una mayoría puede ser engañada, pero de ahí no se deriva que todas sus decisiones sean fruto del engaño. Además, ni la mejor comisión puede evitar que alguna vez nos hagan tontos.