El Gobierno, en sintonía con su mirada ideológica, plantea que las soluciones a los problemas de Chile pasan por una mayor asignación de recursos a través del aparato estatal. Sus dos propuestas más emblemáticas, las reformas tributaria y previsional, lo proponen explícitamente. Incluso se ha insinuado que, de no avanzarse en ese sentido, el país podría volver a experimentar episodios de efervescencia social como los vividos en 2019.
Pero existe una visión alternativa, sin duda más certera, que pone el énfasis en lograr hacer crecer nuevamente la economía, como condición indispensable para aumentar el bienestar general. Más allá de acciones organizadas para crear el caos y promover la violencia, el sentimiento de malestar general que la población manifestó masivamente en dicha fecha, tiene su raíz más profunda en el estancamiento del progreso personal.
La propuesta tributaria del Gobierno se funda en la visión de que la sociedad es un mero juego redistributivo donde es posible quitar recursos a algunos y resolver, por esa vía, el problema de otros más necesitados, sin otra consecuencia que aquellos más favorecidos dispongan de menos. La autoridad, con una mirada supuestamente puesta en el bien común, es la que estaría en condiciones de concretar esa loable tarea.
Ello es incorrecto por muchas razones. Estos últimos días el país ha visto cómo esa premisa dista de ser real. Las personas que están en cargos públicos no tienen una moral superior y no faltan quienes aprovechan su posición para perseguir fines muy distintos al bienestar general. Si lo que hemos conocido de las asignaciones de fondos públicos a fundaciones afines hubiera ocurrido en empresas privadas, los involucrados y las empresas mismas enfrentarían, según la legislación aprobada por el Congreso, consecuencias gravísimas. No sucede así en el ámbito público, a pesar de ser, en principio, mucho más grave porque se trata de recursos obtenidos por el Estado de manera forzosa del trabajo de todos los chilenos.
Pero la razón principal no es esa. Lo que genera más daño es obligar a toda la sociedad a poner el foco en cómo redistribuir y no en cómo progresar. El país lo lleva haciendo por mucho tiempo. Por décadas, cada gobierno ha conseguido cambios tributarios para asfixiar un poco más el aparato productivo. Simultáneamente, se dificultan los intentos de crear riqueza y el país avanza más lento.
La autoridad ha indicado recientemente su voluntad de mirar con más interés cómo promover el crecimiento, en particular en su documento “Elementos para un Pacto Fiscal para el Desarrollo”. Se percibe, sin embargo, como una estrategia para intentar algunos avances —varios de ellos simples promesas— con el fin de lograr su verdadero objetivo: aprobar en la forma más integral posible su proyecto de reforma tributaria, la que contiene muchos aspectos con impacto negativo.
Es indispensable intentar invertir el foco. Dado que parece haber consenso sobre este punto, es preciso poner todo el énfasis en facilitar la creación de bienestar, la que probablemente se producirá, en parte, siguiendo caminos que los expertos de Gobierno ignoran. En sus ejemplos hay un énfasis exagerado en que el progreso vendrá por cambios en la forma en que se genera energía. Parecen olvidar que este proceso en sí mismo es un costo al sustituir energías estables, confiables, no intermitentes y baratas por procesos tecnológicos, algunos en etapa embrionaria. Curiosamente, no se destaca un posible salto adicional a las proyecciones en la producción de cobre. De ser más sencillo concretar proyectos, el sector privado sabría aprovechar la oportunidad. No olvidemos que, cualquiera sea el camino hacia una mayor electrificación de la sociedad, los conductores eléctricos son indispensables y para el metal rojo aún no se ven sustitutos en el corto plazo.
Si el reconocimiento de la necesidad de poner foco en el crecimiento que hicieron las autoridades económicas fuera sincero, debiera sumarse a un intento integral de facilitar el proceso de invertir. Que este desafío pase a ser un rehén para lograr la aprobación de su visión tributaria es inconsistente con sus declaraciones de perseguir el bien común.
En un programa que tuviera ese objetivo hay muchos elementos a considerar. El Gobierno acaba de poner sobre la mesa algunos de ellos. Quizás el más destacado es la propuesta de acelerar los procesos de aprobación que debe enfrentar un inversionista. El objetivo es mucho más que acortarlos 30%. Hoy, se pueden extender por períodos increíblemente extensos, peor aún, con resultado incierto.
Pero no será fácil lograrlo o siquiera imaginar que la coalición de gobierno lo pueda intentar genuinamente. Su trayectoria en la materia les juega en contra. Miembros de su coalición llegaron a plantear en el proceso constitucional anterior que no importaba el progreso. Propusieron normas que hacían imposible muchas inversiones en aras de una supuesta protección de la naturaleza o de otros “bienes superiores”. ¿Tendrá la autoridad actual la capacidad de actuar con sensatez en los hechos y no solo en las intenciones? ¿Podrá partir de la base que el ser humano es parte del ciclo natural y que para sobrevivir debe acomodar su entorno para hacerlo más amable? No se trata de destruirlo, pero sí de modificarlo para hacer nuestra vida más fácil. El criterio de análisis debe cambiar de la inmutabilidad a la creación de bienestar.
Es un hecho objetivo que Chile lleva tiempo sin mejorar el bienestar de sus ciudadanos. Si bien parece haber un consenso en impulsar el crecimiento, ello no ocurre con el propósito de aumentar la recaudación por la vía de más impuestos. La recaudación está dentro de parámetros razonables para un país del nivel de desarrollo de Chile. Tampoco la informalidad es alta con esa vara y el cumplimiento de las disposiciones tributarias es adecuado. No tiene sentido comparar a Chile con países varias veces su ingreso per cápita, algunos de ellos en situaciones muy complejas por sus gastos excesivos, como hemos visto recientemente en Francia. La mirada debiera estar puesta en países que han logrado pasar la etapa del ingreso medio y convertirse en país de altos ingresos. En las últimas décadas son pocos los que lo han logrado. Sin contar los casos que tuvieron el beneficio de un recurso excepcional, como el petróleo en el Medio Oriente, se vienen a la mente Singapur e Irlanda. Su éxito se basó en favorecer el progreso y no en enfatizar el aumento de impuestos.
Es legítimo preguntarse cómo enfrentar en el intertanto las propuestas prioritarias para satisfacer necesidades urgentes de los más postergados. Si el Gobierno gastara eficientemente, sería aún más urgente acelerar el progreso. Lo concreto es que ese no es el caso.
Y es aquí donde aparece la tarea más compleja de gobernar. Se requiere priorizar entre demandas a primera vista urgentes, aunque a veces es así por estar respaldadas por grupos organizados. Si sobre el cuidado y la oportunidad para niños en la primera infancia existe tanto consenso, ¿qué sentido tiene liberar de compensar los costos de profesionales exitosos, ya sea extendiendo la gratuidad o condonando deudas? Como este hay muchos ejemplos.
El Gobierno, y a pesar de algunas voces más moderadas, tiene una propuesta ideológica definida. Es estatista e intervencionista. Se siente con superioridad moral para impulsarla, entre otras cosas porque estima que es el único camino para mejorar a los menos afortunados. Pero está equivocado. La opción alternativa existe. Es real, y seguida en forma pragmática, ofrece un camino de esperanza para el común objetivo de incrementar el progreso.
Hernán Büchi