Empate a 3-2, decía un buen amigo, cuando quería sugerir que detrás de una aparente disparidad había, en el fondo, una real igualdad.
Pareciera que la corrupción de ciertos sectores frenteamplistas les ganó 3-2 a los actos de cancelación del Partido Comunista. ¿O fue al revés y los triunfadores, por ese mismo resultado, fueron los del PC, con sus disparos contra Fernández?
¿Quién se ha quedado con la victoria en este “campeonato de lo grotesco”?
Empate, señores, empate a 3-2.
La corrupción parece muy distinta de la cancelación. Se asoma a nuestra consideración como burda y ramplona: “hagámonos con los fondos del Estado o de los municipios, bajo la apariencia de prestar un servicio a los más necesitados”. La cancelación, por el contrario, se postula a sí misma desde las alturas de la rectitud y de la fortaleza: “impidamos que los chuecos y los débiles puedan diluir la verdad única”.
De entrada, la corrupción recibe un rechazo unánime, genera vergüenza pública y produce quizás algo de arrepentimiento en quienes la han practicado. Ante la cancelación, la reacción contraria es algo más lenta y matizada y, además, el espíritu de funa suele quedarse pegoteado en sus cultores, que lo defienden desde su olimpo.
Pero, a corto plazo, la corrupción y la cancelación quedan hermanadas ante el generalizado rechazo público, que descubre que entre ambas hay una comunidad de perversos objetivos y torpes procedimientos. Empate a 3-2.
¿Qué es, en el fondo, lo que las hermana? Si escarbamos en una y otra, vemos que detrás de ambas hay una convicción previa, que impulsa a practicarlas, y que se expresa así: “El Estado es nuestro”.
Así lo consideran los corruptos, estén o no efectivamente en el poder, porque creen que al concebirlo todopoderoso —incluso totalitario, en algunos casos— tienen un derecho especial para sacarle el jugo. Su ideología, creen, los habilita no solo para hacerlo crecer y administrarlo, sino también para decidir los modos en que ellos, sus adoradores, podrán beneficiarse personalmente de esa divinidad. Y, entonces, roban, pero tratando de convencerse de que, en realidad, solo administran.
Y así miran también al Estado los canceladores. Como es “de ellos”, pueden permitirse todas las maniobras y usar todos los recursos del poder para impedir disidencias y pluralismos. Sus acciones van desde la creación de comisiones sobre la verdad, pasando por la prohibición de la libertad de investigación, para consumarse en la descalificación de quienes convocan a algo tan poco estatal, como es la reflexión.
No es, por lo tanto, la motivación económica concreta lo que en última instancia empuja a los corruptos; no es tampoco, al fin de cuentas, el solo afán de superioridad el que mueve a los canceladores. Es más grave aún, es la falsa conciencia de una posesión exclusiva y excluyente: “El Estado es nuestro. Lo otro es perverso neoliberalismo”.
Y en eso, frenteamplistas y comunistas están también hermanados, empatados a 3-2. Porque si hoy son jóvenes de Revolución Democrática los implicados en la corrupción, que no se nos olvide que desde chiquititos ellos mismos vienen practicando en sus ambientes educativos la cancelación. Han sido maestros de la funa y promotores de la intolerancia.
Y si en la actualidad son los cuadros del PC los que se especializan en la cancelación, no olvidemos cuántas son las historias de personeros comunistas en que han aparecido como sospechosos de corrupción: quiebra de universidad, compra de clínica, adquisición turbia de luminarias, indebida imposición de autoridad ante un control naval, etc. También la hoz ha sabido segar el trigo ajeno.