A propósito del llamado “fallo de las isapres”, el profesor Carlos Peña ha tenido la gentileza (ayer) de referirse a mis expresiones en una columna del día anterior, en la que formulé modestas precisiones sobre el tema que él trató en una columna anterior, titulada “Mala salud institucional”, y en la que critica la actuación de la Corte Suprema en ese y otros fallos, porque excede —dice— sus atribuciones, lo que reitera en esta oportunidad.
El análisis del profesor Peña avanza ahora en la ruta de tratar de explicar “en virtud de qué razones amparadas por el Derecho vigente puede pretenderse que una sentencia de la Corte Suprema pueda poseer ese alcance” (general). Y señala que frente a ese problema hay dos alternativas. “Una, que el fallo pretenda esa obligatoriedad ; la otra, es que no la posea y la Corte tampoco la pretenda”.
Respecto de la primera anota —y está en lo correcto— que concordamos en que la Corte no pretende ese alcance. En cuanto a la segunda, estima que el problema es mayúsculo, un tremendo equívoco, y describe un cuadro casi dantesco —que sería el actual— que se ha suscitado como efecto de ese fallo, en realidad varios fallos, que no pretendía ese resultado general.
Y nos auxilia entonces con una tercera explicación, que reitera un punto de vista ya conocido: “que la Excelentísima Corte Suprema esté —por comprensibles razones de justicia material— exorbitando en los hechos sus atribuciones y decidiendo cuestiones que son propias de la esfera gubernamental”. Agrega que ese es un error grave, que no pueden resolverse los asuntos solo a partir de los derechos fundamentales, que con ello se anula todo el Derecho, que es algo grave que debe ponerse de relevancia y que el caso de las isapres obliga a discutir.
No comparto, al menos en su totalidad, la conclusión del profesor Peña, pero sí en cuanto a que estamos frente a algo muy grave que debiera discutirse y resolverse. Pero no porque los jueces estén actuando fuera de su función inexcusable, que es resolver —dentro de los límites que fijan las normas— los asuntos que se les planteen; y cuando no hay normas, o estas no son claras, igualmente resolverlos, conforme al Derecho Internacional obligatorio, o a los principios o a la equidad, según corresponda. Y para no compartir la conclusión totalmente tengo, para solo citar un ejemplo, el caso reciente en que se ha rechazado la protección invocada en un reclamo por alza de precio de las cotizaciones basado en la ley del consumidor, precisamente porque no cabe dentro de la legislación particular pertinente.
Y aquí entramos a lo que, al menos en mi opinión, es lo determinante. Las normas proveen a las personas y a la sociedad de reglas de conducta que tienen pretensión de generalidad, justicia y permanencia; pero por la fuerza de los hechos muchas veces no pueden responder con plenitud a esas condiciones o características (los antiguos escuchamos muchas veces a don Luis Corvalán —secretario general del Partido Comunista en esos años— repetir “los hechos, los porfiados hechos…”).
Los hechos han mostrado que el recurso de protección, tan apreciado entre nosotros, ha sido el camino para solucionar todo aquello que no tiene norma específica que resguarde el derecho que sentimos amagado. Y como los tribunales han de resolver, lo hacen, con las normas claras, o con las oscuras o con los criterios ya dichos si no tienen normas. Pero no pueden esconderse y evadir el cumplimiento de su obligación inexcusable.
El tema de fondo es, entonces, no perseverar en la ceguera o en la sordera frente a los hechos. Más bien, debemos tener los ojos y los oídos bien abiertos frente a ellos y reaccionar oportunamente con normas o reglas adecuadas y convenientes, deliberadas en las sedes democráticas que correspondan, que den soluciones a los problemas y permitan que las instituciones no sean forzadas —como sucede con los tribunales— a resolver sin normas de esas características. Solo entonces habremos abordado “todo el fenómeno” y no solo la parte terminal o consecuencial del mismo.
Lamberto Cisternas Rocha
Profesor universitario, exministro de la Corte Suprema