Quienes hasta hace muy poco usaban el adjetivo “amarillo” para denostar a los moderados, a los críticos de la violencia como arma política, a los escépticos de refundaciones o revoluciones, hoy comienzan a ponerse amarillos ellos mismos. ¿Es que “cambian de colores según la ocasión” o han hecho de verdad una reflexión profunda, una autocrítica política, y se preparan para abrazar el realismo, la prudencia, los acuerdos, la poco romántica “política en la medida de lo posible”? No lo sabemos todavía. Habrá que esperar —quizás— que vuelvan a ser oposición para saber si estamos en presencia de una conversión sincera o es solo una “movida” camaleónica oportunista.
Quienes en pleno estallido nos manifestamos contra la violencia nihilista y levantamos una voz disidente en medio del anterior proceso constituyente, y sufrimos por ello la cancelación, la funa y la expulsión de la tribu, nosotros, los herejes o apóstatas, observamos el viraje político de los que hasta hace poco eran nuestros inquisidores, con extrañeza, pero también con alivio. El tiempo dio la razón a quienes se atrevieron a disentir de una especie de verdad única octubrista y que pagaron altos costos personales por ello. La izquierda y la centroizquierda se convirtieron entonces en un espacio político vigilado, en una suerte de república de la unanimidad. Quienes respiramos el totalitarismo cerca, no podemos ni debemos olvidar eso, para que nunca más se vuelva a repetir. Aprendimos que una parte de nuestra izquierda, aquella a la cual pertenecimos e incluso fuimos militantes alguna vez, puede abandonar rápidamente las convicciones democráticas y no titubea en perseguir y demonizar a sus adversarios y sobre todo a los disidentes de las propias filas. Esa “sombra” de nuestra izquierda no desaparecerá de la noche a la mañana, porque tiene un arraigo en las profundidades de la psique, se alimenta de viejas rabias y resentimientos y de una suerte de visión religiosa de la política, y está lista para emerger y salir a quemarlo todo (como lo expresó con tanta transparencia una joven líder).
Lo más difícil de entender de nuestro “Octubre” es por qué algunos protagonistas de los denostados treinta años renegaron de su propia biografía y abdicaron de sus convicciones. Nada producía más perplejidad que ver a gente hasta hace poco razonable y sensata, entregándose con entusiasmo al aquelarre, el frenesí, el irracionalismo, a la embriaguez de un “nuevo comienzo”. ¿Fue acaso una manera de mantener su relación con sus hijos, la nueva generación frenteamplista que los interpelaba acusándolos de un supuesto “abyecto pasado” de un “país en ruinas”? A muchos de ellos los devoró la culpa, a otros una suerte de encantamiento efébico. A muchos, digámoslo derechamente y sin rodeos, los dominó la cobardía, la gran enfermedad contagiosa de nuestra clase política. Ahora todos se han vuelto amarillos y demócratas. Está de moda, trae réditos: lo que valdría la pena saber es si hay una pizca de convicción detrás de sus últimas votaciones, sus últimos gestos, sus columnas y declaraciones.
Por supuesto que no hay que hacer una caza de brujas de todos esos abdicantes, ni tampoco con los entusiastas primera línea de entonces. Si uno es verdaderamente amarillo, no puede caer en prácticas inquisitoriales de ningún tipo. Sería contradictorio devolverles con la misma moneda la andanada de insultos, mofas y denostaciones que entonces lanzaron hacia aquellos pocos, the happy fews (“los felices pocos”) —como decía Shakespeare— que no callaron ante la demencia y el delirio. De pronto, como por arte de magia, tenemos un Presidente amarillo, un socialismo democrático amarillo, un Parlamento amarillo. Es como si todo lo que vivimos desde octubre hubiese sido un sueño o una pesadilla. Los felices pocos somos otra vez mayoría, pero ¿cuánto durará tanta maravilla?