No se equivoca Rosa Montero al descubrir en la niñez los demonios que impulsan la escritura. Pero los traumas de la infancia no son un requisito para la vocación literaria.

La frase se le atribuye al poeta austriaco Rainer Maria Rilke, pero muchos escritores la han hecho suya: “La verdadera patria es la infancia”. Para bien y para mal, habría que agregar, ya que expresa cuán profundamente nos marca esa etapa de la vida y cómo los adultos —irremediables exiliados— la añoramos o quisiéramos olvidarla o cambiarla, pero en ningún caso somos indiferentes a ella.

En El peligro de estar cuerda, la española Rosa Montero, para quien “aun la infancia más feliz es un lugar lleno de sombras y de terrores y de dudas” —según afirmó en una entrevista—, escribe: “Una de las hipótesis que he ido desarrollando durante décadas para intentar explicarme por qué escribimos está relacionada con los traumas sufridos en la infancia”, lo que explicaría que los narradores y poetas sean personas “más obsesionadas que la media por el paso del tiempo y por la muerte. Por el inexorable fin de todas las dulzuras”. De ser así, podríamos aventurar que como sociedad estamos formando legiones de escritores: niños y niñas impedidos de ir a clases por el temor a que los alcance una bala durante un funeral narco; expuestos a la violencia y los abusos en sus propios hogares; discriminados socialmente por alguna discapacidad o condición física; niños y niñas que aún sobreviven en la pobreza… Traumas que probablemente los acompañarán toda su vida y que de ninguna manera compensan la posibilidad de que alguno de ellos logre exorcizarlos a través de la escritura.

Lo que los hijos de esta patria y del mundo merecen es que se les cuide y proteja por el solo hecho de ser niños, como sujetos de derechos que los adultos tenemos que asegurarles. Una buena noticia en ese sentido fue la promulgación, a principios de este mes y coincidiendo con la vuelta a clases, de la Ley TEA, que garantiza la promoción de la inclusión, la atención integral y la protección de los derechos de las personas con trastorno del espectro autista. Si bien la ley beneficia a personas de todas las edades, la temprana detección de este trastorno —lo que es posible a los dos o tres años de edad— y su correspondiente tratamiento, sin duda evitará situaciones traumáticas a los niños y niñas que lo padecen. Tal como la creciente inclusión de personas afectadas con síndrome de Down —cuyo día mundial se celebró el pasado lunes— ha erradicado prácticas tan aberrantes como relegarlas o esconderlas desde su infancia, sin otorgarles las herramientas para desenvolverse en sociedad.

No se equivoca Rosa Montero al descubrir en la niñez los demonios que impulsan la escritura. Los ejemplos no son pocos: para Vargas Llosa, la reaparición del padre significó la expulsión del paraíso al lado de la madre y la condena al infierno en un colegio militar; lo mismo ocurrió con Rilke, quien calificó la escuela militar donde su padre lo envió a los 11 años como “abecedario de horrores”. Pero los traumas de la infancia no son un requisito para la vocación literaria. No es necesario que los niños experimenten personalmente el castigo, la discriminación, el abuso, la soledad, la muerte de un cercano, la pérdida, para saber lo que estos significan y empatizar con el dolor que causan: lo pueden descubrir en los libros infantiles, que cada vez abordan de manera más amplia, sutil y atractiva estos y muchos otros temas. De la misma manera, es en la literatura donde pueden encontrar una respuesta a los miedos y angustias que los afectan y que ellos mismos no se explican.

Hay que celebrar, en ese sentido, el notable desarrollo de la literatura infantil en Chile en los últimos años, con profesionales de la escritura y la ilustración a niveles internacionales. Una gran labor a ese respecto realiza la sección chilena de IBBY, fundada en 1964, apoyando la creación y el fomento lector a través de numerosas iniciativas, como la medalla Colibrí, que desde hace diez años reconoce los mejores libros infantiles y juveniles editados en el país y destaca la labor de escritores, ilustradores, traductores y editoriales. Con el apoyo del Ministerio de Relaciones Exteriores, IBBY acaba de conseguir la postulación de la ilustradora Paloma Valdivia al prestigioso Premio Hans Christian Andersen, considerado “el Nobel de la literatura infantil”.

Otro tanto ha hecho la especialista Constanza Mekis, miembro de IBBY y su directora para América Latina y el Caribe en el periodo 2020-2022. A la cabeza de la Fundación Palabra y con una amplia red de colaboradores, hace un año puso en marcha la Biblioteca Interactiva Latinoamericana Infantil y Juvenil, BILIJ, en el Barrio Matta Sur, abriendo sus puertas a niños, niñas, jóvenes, familias, agentes del ecosistema del libro y la lectura, gestores culturales, entre muchos otros actores. Este sábado, la BILIJ inauguró una novedosa iniciativa: el programa Nido, que se implementará en 11 jardines infantiles públicos de la comuna de Santiago y cuyo objetivo es promover el desarrollo cultural de la primera infancia a través de la lectura, la música y el juego.

Así como la patria, la infancia puede ser dulce o amarga, dejarnos marcas dolorosas o recuerdos felices. Del trauma de un país habla Los niños del 73 (Bogavantes), editado por las periodistas Paola Passig y Ximena Ceardi y en el que se reúne una veintena de testimonios, “fragmentos de una historia rota”. De la infancia dulce escribe la crítica gastronómica Pilar Hurtado en El comedor de la abuela (Kalandraka), un maravilloso y entrañable viaje por los sabores de la cocina familiar ilustrado por Luisa Rivera y con recetas incluidas. Libros que hablan de los niños que fuimos y de los adultos de hoy.

María Teresa Cárdenas