Vidas, casas, recuerdos familiares, siembras, flora y fauna nativa, bosques de empresas forestales, propiedades de parceleros, caminos, escuelas: todo desaparece ante el fuego inexorable. Vemos pena, frustración, impotencia: años de trabajo reducidos a la nada.
La nuestra es tierra de desastres, pero este es especial. No se trata simplemente de un terremoto que sale de las entrañas de la tierra, que ya es terrible. Estos incendios nos producen horror (o deberían producirlo) porque sabemos que en parte están causados por el hombre. Y no solo por simple negligencia, como una quema irresponsable de rastrojos, o por la acción de algunos pirómanos. Nuestro horror no va por ahí, sino porque hay seres humanos como nosotros que se hallan tan convencidos de tener la razón que, para demostrarlo, son capaces de poner acelerantes de combustión y encender el fuego asesino. Cuesta reconocerlo.
No es la primera vez que en Chile la destrucción y la muerte se transforman en un arma política, pero el tipo de arma que aquí se emplea es diferente. Un disparo puede errar el blanco, pero el fuego por definición está llamado a cobrar más víctimas que las previstas. Encender un fuego es tanto como disparar con los ojos vendados.
La pregunta inevitable es: si existe intencionalidad, ¿qué sucederá el próximo año, y en 2025 o 2026? Utilizar este mecanismo de terror es aún más fácil que poner una bomba o asesinar a alguien. Lo dicho vale aunque la intencionalidad sea menor que la que estiman la Conaf o los expertos. Basta con que haya un número relevante de actos realizados a propósito para que tengamos un gravísimo problema.
Dejemos de lado, por un momento, las ideas disparatadas, como las pancartas que dicen que “las forestales incendian” o las ocurrencias de quienes, precisamente en esta situación, proponían un royalty para la industria forestal. Locuras habrá siempre. Más me preocupa que se busque simplemente la “responsabilidad política” de quienes no tomaron las medidas necesarias para prevenir incendios, como si esta fuera una simple cuestión de manejo de catástrofes. Por supuesto que hay que adoptarlas, pero esto no cubre la dimensión de horror en todo este asunto: el hecho de que el fuego se haya transformado en una herramienta habitual de combate por parte de ciertos grupos. Y aquí parece que nuestro gobierno tiene poco que decir.
¿Qué vamos a hacer? Es la misma pregunta que, desde hace años, se formulan los atribulados habitantes de la macrozona sur y no hallan respuesta. También es la inquietud de quienes habitan como extranjeros en la propia tierra en los amplios sectores urbanos que están controlados por el narcotráfico y la delincuencia.
Me temo, sin embargo, que no encontrarán respuesta. No por mala voluntad de nuestras autoridades frenteamplistas, sino porque —como nunca en nuestra historia— ellas están llenas de filosofía, pero de una filosofía cuyos efectos políticos son perversos porque resulta incapaz de legitimar el ejercicio de la autoridad. Más concretamente, no puede justificar una tarea gubernativa tan elemental como la represión justa del que amenaza la convivencia. Sí, porque existe una represión moralmente aceptable (o exigible), y aplicarla no es ensuciarse las manos.
La filosofía que está detrás del frenteamplismo tiene problemas con la autoridad; idealiza a quienes están en contra del sistema y desconfía profundamente de la institución policial. Además, es internacionalista, de modo que le resulta muy difícil hacer algo tan básico como controlar las fronteras. Tampoco puede entender la importancia de la empresa para conseguir el bien común, de ahí que su reacción natural al comienzo de la crisis de los incendios haya sido cuestionar a las forestales.
Lamentablemente, estas cegueras derivadas de su modo de ver el mundo afectan también otras áreas. Un ejemplo dramático es la educación. Uno puede ser de izquierda o de derecha, pero si tiene el más mínimo sentido de realidad reconocerá que la pandemia ha producido un daño que probablemente resulte irreparable en nuestros niños y jóvenes, particularmente en el caso de los más pequeños. Hay habilidades que se consiguen a determinada edad o no se adquirirán bien nunca.
La consecuencia natural sería concentrar todos los esfuerzos para evitar que tengamos una generación perdida. El hecho de que los daños no sean tan perceptibles como los del fuego no puede movernos a error. El empeño por paliar esta masiva destrucción cultural en las mentes de los niños y jóvenes no puede ser menor que el combate de los incendios. No exagero.
Ahora bien, cuando uno dice esto, el frenteamplismo reacciona buscando un gato encerrado. Para ellos, estas señales de alarma no significarían más que un intento por censurar la educación sexual de los niños, en la que están empeñados, por la vía de cambiar de tema. Y lo dicen en serio, porque tienen detrás una filosofía que les impide ver las realidades más elementales y reconocer que hay cosas terribles, como la situación que afecta a nuestros niños que apenas saben leer. Este no es un mero dato estadístico: ¡son personas!
Por eso, ante la situación actual, poco se conseguirá con cambiar al ministro. Lo relevante es abandonar pronto esa filosofía que impide reconocer el horror y llamarlo por su nombre.