No hay candidato al Consejo Constitucional que no tenga respuesta para la consabida pregunta: ¿Cree usted que las 12 bases son inamovibles, que obligan absolutamente?
Desde el “por supuesto” hasta el “de ninguna manera”, las respuestas nos anuncian cuán compleja va a ser la aplicación de esos textos.
Tomemos uno en particular, la base 9ª, que nos dice que “Chile protege y garantiza —entre otros derechos y libertades— el interés superior de los niños, niñas y adolescentes”, al mismo tiempo que “el derecho-deber preferente de las familias a escoger la educación de sus hijos”.
Interés superior y derecho-deber preferente, pero de dos sujetos distintos (niños y familias: suponemos que “familias” significa “padres y madres”). ¿Eso es fácil de armonizar? De ninguna manera. Ahí se va a armar la grande entre los partidarios de la autonomía progresiva de los infantes y los defensores de la autoridad de los progenitores.
El ministro de Educación, muy hábil Ávila, sabe que debe ir sembrando y regando para que, en ese terreno de arenas movedizas, puedan crecer las ramas torcidas que una vez más van a proponer las izquierdas duras.
Ávila ha sido sutil, pero claro: solo en escasas oportunidades los padres pueden invadir el ámbito más privado de la corporalidad de los niños; la alfabetización sobre la transición de un sexo a otro, si se deja en manos de las familias, es dispar, porque depende de la formación que cada familia tenga; por eso, remacha el ministro, en estas materias debe haber un mínimo común compartido en todos los establecimientos, ya que los principales actores son los centros educativos.
Claro, clarito, claro de ley.
El proyecto frenteamplista que el ministro representa —y que ingenuamente ha sido aceptado por Chile Vamos en las bases bajo aquello del “interés superior de los niños, niñas y adolescentes”— consiste simplemente en la subordinación completa de la autoridad familiar a las políticas estatales. No debe haber disparidad de miradas (el ministro es tajante), no debe haber diversidad, sino mínimo común (el ministro es explícito), no son los padres los primeros educadores (el ministro no vacila).
Es el cambio de paradigma. Así lo llama también el ministro.
Pero lo que resulta más preocupante no es que desde los partidos de gobierno se esté promoviendo una etapa más en la progresiva disolución de la familia y de la autoridad en que se han empeñado desde hace décadas, sino en cómo van a enfrentar este desafío los expertos y los consejeros de la centroderecha y de la derecha, al momento de redactar, discutir y votar.
Leo y releo los textos de Gonzalo Vial sobre las aberraciones que ya en los años 90 del siglo pasado se comenzaron a promover en materias de educación y de familia. Pero su voz profética y su actividad práctica fueron motivo de atención solo para unos pocos centroderechistas. Otros, siempre acomplejados, desgajaron la libertad de sus fines, la transformaron en diosa, señora y amante, y así colaboraron con los desastres familiares y educacionales que hoy sirven de base para ir, incluso, más allá de todo el mal ya causado.
La base 9ª es amplísima (termina con un sugerente “entre otros”, en relación con los derechos y libertades que deberán ser protegidos), pero si no es correctamente entendida y no son adecuadamente garantizados los derechos de padres y madres, el ministro Ávila (o su sucesor) sin necesidad de exigirse mayormente, habrá logrado el completo cambio de paradigma: se dejará de educar, se terminará la escasa autoridad que aún queda en la familia.
Y eso, a pesar de la fina ironía de Hannah Arendt, quien afirmaba que el mundo necesita protegerse de ser arrasado por el afán de novedad que trae cada generación.