En noviembre pasado habría cumplido cien años. En todo el mundo se han realizado coloquios y publicado textos para celebrar una obra que se estima de las más relevantes del siglo 20. Erving Goffman, un canadiense formado en la Universidad de Chicago, es considerado el padre de la microsociología, en particular del estudio de la influencia de los significados y los símbolos sobre la interacción humana. Con una escritura segura, directa, seca, dio cuenta de fenómenos que estaban fuera del radar sociológico convencional, como son las formas que utiliza el individuo para presentarse y actuar en la vida cotidiana e insertarse en las instituciones. Su libro más célebre es, precisamente, “La presentación de la persona en la vida cotidiana”, publicado en 1959. Aquí se fijan las bases de un enfoque que está presente en toda su obra: el llamado enfoque dramatúrgico de las interacciones sociales.
El modelo del teatro, según Goffman, permite comprender toda la vida social. Las personas, igual que los actores, buscan transmitir una imagen convincente de sí mismas. Lo hacen frente a diversos auditorios (pareja, familia, vecinos, amigos, colegas, condiscípulos), donde lo que importa socialmente no es lo que uno es, sino lo que ven los demás. Los éxitos sociales, tanto propios como de la organización a la que se pertenece, dependen de varios factores, entre ellos, reconocer la frontera entre las bambalinas (el backstage) y el escenario; también, ser estrictamente fieles al papel que a cada uno, una, le corresponde desempeñar sobre la escena (no actuar como si se estuviera en un bar, por ejemplo, cuando el guion y la escenografía indican que se está en una iglesia). Quien confunde los límites o equivoca su papel debe ser rápidamente apartado porque es una amenaza para todo el elenco.
La metáfora teatral cruza toda la terminología de Goffman: actores, bastidores, escenario, auditorio, fachada, modales, así como vestuario y escenografía. Estos dos últimos son especialmente importantes porque proveen la información-marco que permite a la audiencia saber qué esperar, cómo reaccionar y cómo evaluar. El teatro funciona cuando hay congruencia entre lo que el actor expresa a través del habla y sus gestos, de un lado, y la impresión que emana de los símbolos que le rodean, del otro.
En la vida diaria ocurre algo semejante: no hay medicina sin bata blanca y estetoscopio; no hay psicoanálisis sin setting; no hay religión sin liturgia; no hay autoridad política sin rituales. Situaciones como estas se dan innumerables veces cada día, pues son fundamentales para crear la organización social. Desde que posa los pies fuera de la cama, el individuo se pone máscaras, las que van cambiando según la interacción en curso.
¿Qué es entonces ser uno mismo cuando toda interacción social es una performance creada para la audiencia? Goffman sostiene que ese “uno mismo” es el remanente de todos los atributos y normas de conducta (de máscaras) que sirven a la persona para interactuar con los otros miembros de grupos a los que pertenece. Nada es auténtico, todo es un artificio, incluido el self.
“Menos mal que tengo una corbata”, dice uno de los contertulios —el que debe citar al embajador argentino— en la reunión de Cancillería filtrada a la prensa. Fue lo que me hizo recordar a Goffman. En sus conferencias, este era un maestro en lo que llamara la “gestión de las impresiones”. Eran verdaderas performances, para las cuales creaba personajes diferentes, usando máscaras diversas según el tema y la ocasión. De ahí que algunas veces aparecía en forma deportiva y se limitaba a comentar diapositivas proyectadas en una pantalla; en otras se sentaba frente a una mesa a leer notas desordenadas; y en ciertas ocasiones se vestía formalmente de corbata y leía de forma monocorde. Había, sí, una constante: no dejaba jamás que le fotografiaran ni grabaran.
Si alguna lección dejan los acontecimientos de las últimas semanas es que las autoridades del país, de capitán a paje, deben superar la fantasía de la autenticidad con uno mismo y usar las máscaras adecuadas para que se les reconozca como actores de una obra épica, no de una comedia. Es la hora de la corbata.