Nada más arribar a Roma el martes en la mañana, me dirigí a la Basílica de San Pedro. Cuesta llegar en auto, pues están cerradas las calles adyacentes. En Avenida della Conciliazione ya hay un control para pasar al territorio de la Ciudad del Vaticano. Amable, cordial, se nota una Roma un poco como del tiempo pasado, ese pueblo que pintó el famoso acuarelista Roesler Franz, la “Roma sparita” (Roma desaparecida), característica del siglo XIX. Es tal vez la marca menos hierática dada a su ciudad por el Papa Francisco.
Luego de lo anterior, en la columnata de Bernini que rodea la Plaza, hay varios puestos donde hay una segunda revisión con los aparatos en que los rayos revisan los bolsos.
La entrada va produciéndose a un ritmo calmo; el corredor de acceso está siempre lleno, desde las 7:00 a las 19:00, sobre todo en las horas finales, cuando la gente ha dejado su trabajo.
El tiempo que se demora entre cruzar la seguridad, atravesar los corredores que han sido preparados y acercarse al baldaquino de Bernini que cubre el altar mayor de la Basílica —a cuyos pies está depositado y revestido de ornamentos papales el cuerpo de Benedicto XVI— es de 45 minutos a una hora. La fila avanza por el medio de la nave principal con calma, con recogimiento tranquilo, se diría con aquella disposición que suscitaba siempre la cercanía de Benedicto XVI, el padre sabio y bondadoso.
Llegados al lugar de los despojos, la fila se adelgaza para transformarse en una sola en la que es permitido tomarse un tiempo, pero que la guardia obliga a avanzar.
Con discreción y buena voluntad de la guardia, es posible acercarse donde descansa y yace el cuerpo del Papa emérito, con la tiara y revestido con paramentos rojos, que simbolizan el martirio de Pedro. Está allí en ese momento, recibiendo los pésames, su secretario personal de tantos años, el arzobispo Georg Ganswein. Me reconoce a cierta distancia y se acerca, nos damos un sentido abrazo intercambiando una sonrisa de paz, como sería la de Benedicto si estuviese en vida: “il Chile… grazie!”, dice en voz baja.
Benedicto había pedidoalguna vez que se le enterrase en la misma tumba de la basílica en que se depositó el cuerpo de San Juan Pablo II —de quien fue 22 años el más próximo colaborador— hasta su traslación a un altar en San Pedro, cuando Wojtyla fue canonizado. Así se hará. Ratzinger dijo alguna vez que “la vida no es una línea que se cierra, sino una que tiende a su plenitud”.
En las misas celebradas durante el día se ha leído la primera Carta de San Juan, donde escribe el Apóstol: “Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es. El que tiene esa esperanza en Él, se purifica, así como Él es puro”.
Mirando a pocos metros el rostro del difunto Benedicto XVI no puede dejar de meditarse cuán real se hace esto ahora en él, que hizo suyo y repitió siempre con el salmista: “No me ocultes tu rostro, Señor” (ps. 27). No puede dejar de verse allí que ese rostro en paz está en la memoria de Dios, donde habitan los santos, esperando la resurrección, cuya fe profesó todos los días de su vida.
Regreso a la basílica de San Pedro para una visita al cierre de la capilla ardiente, hoy (ayer) tarde. Se ha de preparar el funeral programado para las 9:30 de este jueves. Luego de los trámites previos, nos encontramos, en la barrera de acceso ya cerrada, un sacerdote africano, de Guinea, y yo. “Chiuso alle 18:30” proclama el guardia. Alegamos nuestro lejanía geográfica, Guinea y Chile. Se compadece y nos deja pasar. El Padre Francesco viene llegando directamente del aeropuerto, quiere hacer esta visita homenaje y se prepara para concelebrar en el funeral y regresar a su país al día siguiente.
En los bancos y reclinatoriospermanecen muchas personas orando. Si hubiera que resumir el momento en una sola impresión, vivida en el marco impresionante de San Pedro iluminado en su interior, diría que es el sentimiento de pertenencia común de aquel tan variado pueblo.
Los restos de Benedicto XVI serán puestos en una austera urna de madera, similar a la de Juan Pablo II, para la misa que presidirá en plaza San Pedro el Papa Francisco. A seguir, tendrá lugar la sepultura de los restos del anterior pontífice en la cripta de la basílica.
Si puede decirse, en un primer sentido o impresión, que la era Ratzinger ha concluido —como se pensó dela era “newmaniana”cuando la muerte y sepultura de John Henry Newman a los 89 años en 1890— por el peso específico de su legado, algo muy importante en la historia de la Iglesia ha comenzado.
Jaime Antúnez Aldunate es presidente de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales y fue fundador de Humanitas - Revista de Antropología y Cultura Cristiana, de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Jaime Antúnez Aldunate