Es un texto sofisticado, como todo lo que nace de una dura y seria negociación. Aún deberá debatirse en el Congreso, y esto será fuente de roces y tensiones. Con todo, el Acuerdo por Chile toma la posta de un proceso que había quedado en suspenso tras el resultado del 4 de septiembre, y honra la palabra comprometida por las fuerzas que estuvieron tanto por el Rechazo como por el Apruebo: alcanzar democráticamente una nueva Constitución para Chile. Él se hace cargo además, con notable creatividad, de las lecciones que dejó la experiencia previa. Esto se expresa, por ejemplo, en una demarcación más detallada de los límites o “términos de referencia”, en el otorgamiento de un papel más institucional e incidente a la opinión experta, en un sistema de elección de los futuros constituyentes que garantiza el predominio de los partidos políticos y de figuras con trayectorias públicas dilatadas y conocidas, y una preparación previa —como el reglamento y el anteproyecto— que permitirá que el órgano soberano se enfoque en una deliberación acotada a lo esencial y con plazos más breves.
Dicen que nada enseña más que los fracasos. Jamás se habrían alcanzado acuerdos de este tenor sin la experiencia pasada, que atemperó las ínfulas refundacionales que brotaron tras el estallido de octubre de 2019, a la vez que sacudió a quienes se habían resignado a ellas. La Convención, en tal sentido, no fue en vano.
Pero el virus mesiánico no reconoce ideologías y puede tener un nuevo brote. En el acuerdo, las fuerzas del Rechazo consiguieron inflexiones sustantivas respecto del experimento anterior. Así lo reconoce, según indican las encuestas, su electorado. Pero hay que tener cuidado de no estirar el elástico en exceso. No se parte de cero. Hay también elementos de continuidad que merecen ser rescatados, los que se remontan a las reformas de Lagos el 2005 y al intento de la segunda administración Bachelet. Reconocerlo contribuirá a que, a diferencia de lo ocurrido en la Convención pasada, todas las corrientes políticas protagónicas de la historia reciente se sientan solidarias del resultado de la nueva fase que se inicia.
El texto rechazado el 4-S pecó de un exceso de fervor y novedad. Esto no significa, sin embargo, que ahora deba manufacturarse una Constitución desde el miedo y la nostalgia. Para que sea perdurable, esta debe anticiparse y atacar los desafíos y dilemas del siglo 21, entre ellos muchos de aquellos de los cuales trató de dar cuenta el texto rehusado. De lo contrario ella no hará sentido a las nuevas generaciones que tendrán que vivir bajo sus normas, con lo que tendría una vida breve.
Es un hecho que, desde hace ya varios años, carecemos de una narrativa nacional que ayude a calmar la impaciencia y robustecer la autoridad pública. Este déficit no lo resuelve automáticamente una Constitución, pero ayuda. Algunos dirán que la propuesta que se rechazó pecó de exceso de poesía, pero esto no debiera llevarnos ahora a la confección de un texto frío y meramente técnico. Sería desaprovechar una oportunidad histórica.
Ya nos hemos flagelado de sobra por el desenlace de la Convención Constitucional. Es hora, con la debida mesura, de celebrar y homenajear. Celebrar que las fuerzas políticas, desde la UDI al PC, hayan dejado a un lado sus naturales diferencias para componer una fórmula para clausurar el proceso constitucional. Homenajear a sus liderazgos, que perseveraron hasta alcanzar un acuerdo sin doblegarse ante las pasiones, sin buscar aplausos fáciles, sin miedo a negociar y ceder, haciendo oídos sordos a las amenazas y a los cantos de sirena de quienes eligieron quedarse fuera. Gracias a ellos estamos ante un arco republicano que podría ser la base de nuevos acuerdos y de un nuevo ciclo político.