No sé de nadie que no se haya entretenido, al menos, con el Mundial de Qatar. Incluso quienes no son seguidores del fútbol han tenido tema con las transmisiones televisivas del notable acontecimiento. La magnificencia de los estadios, la cuidada estética en la imagen total y en los detalles, la climatización de los recintos, las novedades tecnológicas en apoyo del referato, en fin, todo ha hecho el marco para un suceso de ribetes mágicos.
Y el fútbol ha hecho su aporte, tal vez sin componentes para la magia, pero con aportes a la intensidad, al dramatismo, a la consolidación del valor del equipo por sobre las individualidades, aunque estas no han faltado. Se ha jugado limpio y lo antideportivo no ha sido nota relevante, salvo las burlas infantiles y burdas de jugadores argentinos hacia sus vencidos neerlandeses. Y si bien al tramo final han llegado los que debían llegar por sus antecedentes, el trámite para los favoritos (incluido Marruecos, de impresionante campaña previa) no siempre fue fácil y todos fueron apremiados por tensas definiciones.
Está siendo esta Copa del Mundo, en su versión número 22, “la gran fiesta universal” que una vez albergó nuestro país y que todos queremos que siga siéndolo, aunque hay nubes sobre ese deseo.
En primer lugar, por el gigantismo que viene adquiriendo y que ya proyecta su sombra para el próximo torneo, que tendrá 48 equipos, una monstruosidad inmanejable que obligará a opinar sobre la base de resúmenes, tal como ya está sucediendo con los 32 actuales. Pero serán muchas las federaciones que estarán felices de llegar a la etapa final del Mundial. Y eso es lo que a la FIFA le interesa: tener contentos a miembros que reelegirán a sus directivos por siempre. Eso hará felices a esos dirigentes. Felices y tal vez ricos.
Y es esa ambición de fama, poder y fortuna la que puede amenazar, y amenaza, la salud de la gran fiesta. Es lo que vemos, tras su fastuosidad, en Qatar.
Hace apenas horas fue detenida y luego destituida la vicepresidenta de la Eurocámara, la griega Eva Kaili, sorprendida en Bélgica con cientos de miles de euros producto de sobornos de Qatar. Eran dineros para ayudar a la imagen catarí y, obviamente, su candidatura a sede mundialista. Las denuncias de un gasto de 5 millones de dólares en coimas seguramente son muy tímidas.
A medida que se acerca el final del torneo se van sabiendo más cosas negativas y muchas más se sabrán según avance el tiempo. Como la muerte de esclavizados trabajadores provenientes de países pobres en la construcción de estadios. Aunque medios de prensa hablan de alrededor de 6.500, las autoridades cataríes reconocen 30 y la Organización Internacional del Trabajo acusa que en esos informes oficiales hay vacíos.
Las amenazas de los jeques, apoyadas por el indefinible Infantino, prohibieron a futbolistas de países democráticos usar los brazaletes “One Love” en contra de la discriminación de Qatar a las minorías sexuales. Ante posibles sanciones deportivas, no usaron los brazaletes y protestaron tapándose la boca en el gesto de mordaza (los alemanes) o no cantaron el himno nacional (como los iraníes, aunque en protesta por una causa de su país y volvieron a cantarlo porque, como se sabe, en Irán a los protestadores los ahorcan).
La FIFA ha cedido en toda la línea ante una dictadura religiosa. Mañana se someterá a cualquiera otra, a cambio de votos más. Y muchos dólares más.