Nació en 1947 en una familia de la alta burguesía de Borgoña y falleció en París en octubre pasado. Formado en filosofía, Bruno Latour se movió cómodamente en la sociología y antropología. Partió con innovadores estudios sobre la vida en los laboratorios para derivar hacia el Derecho, la religión, la modernidad y la ecología. De una curiosidad y energía incansables, combinó la investigación interdisciplinar con exposiciones, performances, teatro y óperas, bienales de arte y el activismo contra el calentamiento global.
Cuando le preguntaban qué caracterizó su trabajo científico, respondía: “no he hecho otra cosa que observar las sociedades occidentales como lo hacían los etnólogos en las sociedades africanas”, donde pasó sus años de formación y realizó su tesis de doctorado.
Su primera etapa la destinó a estudiar en terreno cómo se fabrican lo que llamamos “verdades científicas”. Esto lo condujo a sostener que lo que la Ciencia (con mayúsculas) proclama un “matter of fact” no es algo que surge directamente de la naturaleza —como le gusta hacernos creer—, sino de la fijación de determinados “criterios de verosimilitud” por las comunidades de científicos o expertos, los cuales son siempre resultado de una negociación, arreglo o convención al interior de las mismas. Las “leyes de la naturaleza”, por ende, son algo que la propia Ciencia ha fabricado siguiendo procedimientos semejantes a los que ocupa el conocimiento corriente.
Esto lleva a Latour a abogar por lo que llama el “pluralismo ontológico”; esto es, reconocer, de un lado, que existen lenguajes, “tipos de verificación” y “modos de existencia” diferentes a los de la Ciencia (como el religioso, el político, el poético, el jurídico) y que todos ellos merecen ser tratados simétricamente; y del otro, promover, los cruzamientos, las amalgamas, el comercio, las negociaciones y los compromisos entre ellos. No hay, dice, otra manera de hacer avanzar el conocimiento.
Los últimos veinte años los destinó al desafío civilizacional que representa el calentamiento global, que pone en evidencia los límites de la Tierra para seguir acogiendo las formas de vida que hoy se desarrollan en ella. Para abordarlo seriamente hay que asumir el “giro ontológico”, el cual cuestiona el dualismo entre naturaleza y cultura, así como entre humanos y no-humanos, que estructuró el pensamiento moderno a partir del siglo XVII.
No hay un mundo material exterior a lo humano ni un mundo humano autónomo de aquello que le rodea: la naturaleza se confunde con lo humano y lo humano con la naturaleza. Los humanos fabrican sus propias condiciones de existencia, en un esfuerzo común con bacterias, líquenes, árboles, algas, abejas, babuinos, pulpos, etcétera. Este, sostiene, es el mayor descubrimiento desde Galileo.
Hasta ahora las cosas parecían ir bien, pero el calentamiento global señala que ya no hay más plazas para el viejo proyecto Moderno. Si la meta es hacerlo accesible a todos sus habitantes se necesitarían 5,2 planetas.
Es hora de recuperar la conciencia de la fragilidad de la Tierra, de “hacer aterrizar a la Modernidad”, como escribe en su último libro. Esto implica encontrar formas de vida compatibles con los límites terrestres, diferentes al modelo euroamericano vigente.
Latour defendió porfiadamente que aún es posible quebrar la tendencia y alcanzar un Mundo Común. Para sus críticos su optimismo es huella de su educación católica.
El Mundo Común no puede darse por sentado, como cree la Ciencia y las ideologías que se basan en ella. Hay que “componerlo”. No a partir de un solo tipo, sino de una pluralidad de formas de saber; no solo desde los humanos, sino incorporando a la Tierra y a todas las especies, re-apropiándonos (y re-maravillándonos) de nuestra condición terrestre.
“Bruno Latour era un espíritu humanista y plural, reconocido en el mundo entero antes de serlo en Francia. Su reflexión, sus escritos, seguirán inspirándonos nuevas relaciones con el mundo. Reconocimiento de la Nación”. Aunque tardías, las palabras del Presidente Macron hacen justicia.