Detrás del escritorio en que escribo estas líneas, hay una foto donde Martin Scorsese mira a la cámara de soslayo, mientras sujeta con su mano izquierda una libreta de notas. Luce delgadísimo y en su barba asoman numerosas hebras blancas; sus ojos apuntan al lente con evidente tensión, como si estuviese a punto de dar media vuelta, listo para ocultarse en la oscuridad. A sus 41 años, el hombre de la fotografía poco tiene que ver con el maestro que el jueves pasado celebró su 80º aniversario con una gran fiesta rodeado por cientos de amigos y colaboradores, mientras la comunidad cinéfila al completo lo consagraba en vida como figura central del panteón cinematográfico, un grande entre los grandes del séptimo arte, etcétera.
El artista en esa foto —sacada por el británico Steve Pyke, en Londres, 1984— es un sujeto bajo asedio, alguien que todavía está lamiéndose las heridas producidas por el fiasco de “El rey de la comedia”, estrenada ante mínimo público el año anterior y rápidamente seguida por un desastre aún mayor: la fallida producción de “La última tentación de Cristo”, con Aidan Quinn en el rol estelar, cancelada apenas unas semanas antes del inicio del rodaje. El Scorsese de la imagen que ahora mismo tengo entre las manos está demolido, al borde de la quiebra, recién divorciado de Isabella Rossellini y manteniendo tres hijas de un par de matrimonios anteriores. En privado les ha comentado a unos cuantos cercanos que posiblemente volverá a hacer clases en su alma mater, la NYU, y si la cosa no mejora, es bien probable que se vea obligado a liquidar “sus tesoros”: su preciada colección de películas en 35 mm y pósteres originales. Quizás siga la ruta de Roberto Rossellini, el suegro cuyas películas veneraba, y se marchará a Italia a filmar miniseries sobre las vidas de los santos para la televisión. Lo está pensando muy en serio.
Mirada en perspectiva, la suya no era una posición muy distinta a la que enfrentan los diversos desesperados de su filmografía: Jake La Motta empeñando las joyas de su cinturón de campeón, en “Toro salvaje” (1980); Eddie Felson, estafado por un truhán en un billar de tercera, en “El color del dinero” (1986); el abogado Sam Bowden, que observa impotente cómo un cliente descontento echa abajo su práctica, su familia y hasta su hombría, en “Cabo de Miedo” (1991); la condesa Elena Olenska, que apuesta sus últimas fichas a un amor maniatado, en “La edad de la inocencia” (1993), o Jimmy Hoffa, dando manotazos de ciego e incapaz de darse cuenta que tiene las horas contadas, en “The Irishman” (2019). El propio director pudo contemplar el fondo de esa ratonera durante la filmación de “After Hours” (1985), la película que lo trajo de vuelta al juego, rodada en condiciones misérrimas en los entonces derruidos alrededores del SoHo, barrio donde Scorsese se había trasladado para ahorrar costos y que se ubicaba a unas cuantas calles del 241 de Elizabeth Street, el edificio donde había pasado parte de su infancia y su adolescencia. “After Hours” suele ser leída como una pesadilla nocturna, un rosario de calamidades que caen sobre un empleado informático que tiene la mala idea de ir a meterse al vecindario equivocado; pero encuadrada en el trayecto de su creador, también es testimonio de una imposible vuelta al origen, el regreso a un espacio que alguna vez te crió y te acogió, pero que ahora te muerde y te patea a la primera de cambio.
Inmerso, como ha estado durante este siglo, en la creación de frescos audiovisuales cada vez más fascinantes y ambiciosos, parece haber poco del próspero y feliz Scorsese actual —maestro de su arte, pero también de las relaciones públicas— que recuerde directamente las pellejerías que su yo cuarentón experimentó hace una vida atrás, antes de “Goodfellas”, de la creación de su Film Foundation y su matrimonio con la aristócrata Helen Morris; antes de ganarse por fin el Oscar en 2007 y de convertirse en una suerte de Santo Padre, anti-Marvel y defensor de un cine que cada vez más semeja una especie en extinción. Qué decir: quizás esta persona, cuya agenda se despliega en varios continentes y vive en un lujoso townhouse del siglo XIX en el Upper East Side de Manhattan, que un día puede estar filmando comerciales para Chanel y al siguiente rescatar del olvido un clásico del cine egipcio, todavía lleva dentro suyo a ese “otro”, a ese doble opuesto y algo huérfano, alguien que se apura, se desborda y no se siente obligado a llevar sobre el rostro la máscara que hoy luce Marty, benevolente patriarca de un cine que se derrumba.
Leyendo “Killers of the Flower Moon” —el libro en que se basa el filme que Scorsese estrenará en Cannes 2023— uno queda con la sensación de que Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio) pertenece efectivamente a esa estirpe de personajes trágicos y desquiciados, atrapados entre su propia locura y los requerimientos de la manada. Digno hijo de una imaginación que, a golpe y gritos, ha entendido que no se puede volver a casa.