¿Tiene sentido la propuesta del Presidente de crear una Comisión para resolver, o comenzar a resolver, las demandas del pueblo mapuche y pacificar de esa manera la vida en La Araucanía?
La primera reacción frente a ella es el escepticismo. Comisiones ha habido muchas, se han escrito centenares de páginas, decenas de propuestas, y los documentos están allí, en un cajón o circulando en la web, esa forma contemporánea del olvido. De otra parte, se ha dicho, se han expropiado y luego distribuido miles de hectáreas y las demandas no se satisfacen y los reclamos no cesan. ¿Para qué insistir entonces en lo mismo? ¿No será esa una manera inconfesada de postergar el problema, de sumirlo en la arena movediza del tiempo hasta apaciguarlo?
Por supuesto sería absurdo negar que el escepticismo tiene buenos fundamentos de su lado.
Pero, bien mirado, hay razones para eludirlo.
La novedad de una iniciativa no depende de sí misma, sino de las circunstancias en medio de las que se promueve. Iniciativas que dadas unas ciertas circunstancias están destinadas al fracaso, en otras tienen altas probabilidades de éxito. Es lo que sugiere Gracián cuando observa que no todas las cosas tienen el tiempo que merecen; pero hay algunas que logran acertar con el suyo.
Y quizá ese sea el caso de esta iniciativa del Presidente Boric.
La iniciativa tiene, desde luego, el tiempo de su lado. Desde fines de la dictadura y principios del gobierno del Presidente Aylwin, comenzó a expandirse la conciencia de que los mapuches eran un sujeto con una identidad y una memoria propias, y que ello no quedaba bien descrito cuando se los veía como bárbaros (como los trató una parte de la historiografía del diecinueve); ni cuando se les trataba como un campesinado o parte del proletariado, bajo el concepto de clase (como fue el discurso de la izquierda hasta el 73); ni tampoco cuando solo se les halagaba recordando su pasado guerrero (como tantas veces lo hizo la dictadura). Hoy la sociedad chilena (y el debate constitucional lo mostró) está de acuerdo en que se trata de un sujeto que, a pesar de la aculturación forzada, sigue poseyendo una identidad propia —no arcaica, pero propia— y una memoria distinta a la de aquellos que no pertenecen a ese pueblo.
Hay pues una demanda del pueblo mapuche por el reconocimiento en todos los planos; pero también una conciencia de la sociedad chilena acerca de la diversidad de su propia genealogía.
El problema entonces no es solo del pueblo mapuche que anhela satisfacer sus demandas históricas, sino de la sociedad chilena en su conjunto que espera que la relación con ese pueblo, y los otros pueblos originarios, esté a la altura de la comprensión que ella tiene hoy de sí misma como una sociedad plural y diversa, respetuosa de la identidad de quienes la componen, y preocupada de corregir las desventajas inmerecidas que padecen sus miembros. No es correcto ver este problema como uno cuya solución demanda el pueblo mapuche, puesto que es la comprensión de la sociedad chilena acerca de los valores que hoy la constituyen la que la reclama.
Y reclama una solución en tres planos que, aunque distintos, están relacionados.
Uno es el plano político. Hay que promover que en ese pueblo se forme una voluntad colectiva que pueda integrarse a la voluntad democrática de todos. Ello puede lograrse mediante escaños reservados o asegurando a esos pueblos la gestión autónoma de algunos aspectos de su vida colectiva. Esa es la única forma de aislar a los grupos violentos que abogan por la autonomía e integrar simbólicamente a ese pueblo a la búsqueda de un futuro compartido.
Otro es el plano de la justicia correctiva, consistente en la distribución de tierras u otras formas de compensación en base a criterios razonables e imparciales. Es verdad que no es posible retroceder el tiempo o corregir las heridas de la historia; pero siempre es posible hacer esfuerzos para corregir las desventajas distributivas que en medio de ella se han configurado.
Y el tercero es la justicia de la memoria, consistente en corregir reflexivamente, mediante un amplio debate cultural, los prejuicios acerca de esos pueblos. Ello podría ayudar a que esos pueblos corrijan también sus prejuicios acerca de la sociedad dominante.
Sí, es verdad. La propuesta presidencial repite otras varias que se han hecho el último tiempo; pero quizá ahí radique su valor: en que aspira a culminar un proceso histórico y político que se inició junto con la recuperación de la democracia hace casi exactamente… treinta años.