¡Rastrero!, ¡vendido! ¡traidor! ¡jauría! fueron algunas de las linduras con que unos honorables diputados aludieron a sus colegas, a comienzos de esta semana, en la solemne ocasión en que el flamante presidente hacía su discurso inaugural, con fervorosos llamados a la unidad.
La elección de mesa y la integración y presidencia de las comisiones es uno de los eventos que más pasión provocan entre los parlamentarios y que la ciudadanía recibe con más distancia y frialdad. Los improperios, precedidos de traiciones e improvisaciones probablemente no causen ya gran sorpresa, pero de seguro ayudarán a bajar otro escalón —si es que queda uno— el alicaído prestigio de la Cámara y de los partidos, aun cuando algunos, particularmente la coalición de gobierno actuó unida y disciplinada.
Será muy difícil que la democracia funcione bien, que vean la luz las leyes y las políticas públicas capaces de mejorar los problemas que figuran como prioritarios en las encuestas, si no funcionan bien el Parlamento y los partidos.
La gente parece andar buscando partidos políticos renovados, comprometidos, dialogantes, disciplinados y transparentes. Lo intentó por la izquierda con la Lista del Pueblo, a quien favoreció con la primera mayoría en la elección de convencionales. Pero la agrupación solo provocó decepciones. A los pocos días de iniciar su trabajo constituyente ya estaba dividida y muy pronto disuelta.
Meses después, la sorpresa la dio el Partido de la Gente; en muchos aspectos en las antípodas del anterior: más de derecha y formales —son casi las únicas corbatas en el hemiciclo—; parecen prudentes y mesurados. Obtuvo una prometedora votación. Eligió 6 diputados y, a poco andar, formó una bancada de 9, triplicando al PPD, superando a la del PDC y a la de Revolución Democrática, viga maestra del Frente Amplio. Para la mesa de la Cámara partió haciendo pacto con la izquierda; luego lo desahució y se alió con la derecha, logrando que llevaran a un candidato de su partido; pero hubo que bajarlo porque la bancada se dividió frente a quien debía ser el abanderado de sus filas. Entonces acordaron votar a un candidato de la DC, apoyado por la derecha, pero muy pocos respetaron ese acuerdo formalmente suscrito. El PDG se encuentra hoy tensionado y dividido, sino ya quebrado. Así, lo más probable es que ese partido siga una suerte análoga a la que corrió la Lista del Pueblo.
Difícilmente saldremos de esta crisis política si no se renueva la oferta política y esta no logra adhesiones masivas y estables. Una veintena de partidos lo intenta, pero ninguno de los nuevos muestra hechuras para hacerse mayoritario; las últimas promesas emergentes, como se ha visto, son flor de un día, y varios de los antiguos languidecen, mientras otros agonizan.
Al decadente panorama de veinte partidos con representación parlamentaria se suman 37 diputados formalmente independientes, lo que representa un grupo un 80% más numeroso que la bancada del partido político más grande en ese hemiciclo.
Haber puesto las esperanzas en partidos nuevos, que asoman y mueren con la misma rapidez solo ha servido para aumentar la decepción de la gente con la política. ¿Qué hacer entonces? ¿Solo esperar o seguir creando partidos con la esperanza que alguno acierte?
Por cierto, el fenómeno del multipartidismo y la fugacidad de partidos es multicausal y es difícil intervenir en muchos de los fenómenos que causan esta crisis. Allí está la decadencia de los proyectos ideológicos, la falta de identidad del electorado con cualquier tendencia política, el individualismo y otros fenómenos culturales propios del posmodernismo.
Pero la Constitución y la ley sí pueden hacer algunas cosas: revisar el sistema electoral, particularmente para evitar parlamentarios “arrastrados”, con escasa votación y representatividad; umbral mínimo de diputados electos o de votación para tener representación en la Cámara; pérdida del cargo del parlamentario que renuncia a su partido; restricciones a los candidatos independientes; regular mejor las órdenes de partido; disminución de los aportes estatales a los partidos en cuyas elecciones internas no vote un porcentaje mínimo de los militantes, y otras análogas.
Salvo una fuerte presión social, es muy improbable que los incumbentes (parlamentarios y partidos) aprueben reformas de este tipo. De allí la importancia que lo haga, al menos en sus bases esenciales, una futura Convención. La anterior no se ocupó en absoluto de estos temas, a mi juicio, uno de los principales males constitucionales de Chile.