Nuevos partidos aparecen en Chile. Como callampas en un bosque otoñal.
Los Amarillos, bufanda en ristre, lo hicieron hace algunos días. Ximena Rincón, acompañada de su escudero Matías Walker y un grupo de exconcertacionistas jubilados, hizo su propio partido a la medida esta semana. Claudio Orrego anuncia su propia agrupación. Nadie sabe con quién ni para qué.
Tres conglomerados que reivindican un centro que se ha quedado despoblado. En términos ideológicos, es positivo. En términos políticos, es una mala noticia. Chile no resiste más partidos.
Pero ello no termina allí.
Hace pocos días, 170 militantes de Comunes salieron de la colectividad y anunciaron la creación de una nueva colectividad. ¿Una escisión de Comunes? Así es. La partícula más pequeña todavía es posible dividirla.
Hoy en el Parlamento chileno tenemos 22 partidos. Veintidós partidos que hacen ingobernable cualquier democracia. Y que deja las decisiones al arbitrio de negociaciones sombrías con grupos pequeños, que empiezan a adquirir poder.
Tal vez el caso más paradigmático en el Chile actual es el Partido de la Gente (PDG). Una montonera cuya identidad es camaleónica; cuyo máximo representante, Gaspar Rivas, es un diputado con evidentes problemas de salud mental, y cuyo referente, Franco Parisi, encarna la versión más burda del populismo. Pues bien, gracias a la atomización actual, los ocho votos del conglomerado son claves para todo. Y para todos. La política chilena hoy se mueve al ritmo de lo que decida el PdG, y cuya última decisión paradójicamente se remonta a Alabama.
El resto de los honorables sigue en su propia tienda, “por el momento”. Cada representante es amo y señor de lo que piensa. Y si no les gusta, “me voy a otro partido, mierda”. “Y si me molestan mucho, formo uno nuevo”. La vieja práctica de lo que en Latinoamérica se ha llamado el “camisetazo”, del que Chile estuvo prácticamente inmune en los 30 años, y que hoy ha llegado para quedarse.
Los países necesitan pocos partidos políticos. Y poderosos. Y que la pugna ideológica se traslade al interior de las agrupaciones, pero que el sistema electoral los fuerce a quedarse adentro. El caso más paradigmático de lo contrario es lo que ocurre en la DC: en su estado agónico, terminará solo con Carmen Frei y Yasna Provoste aferradas a la campanilla y al timbre del partido, y reivindicando —por cierto— su opción de izquierda. Y que el último deje la cortina cerrada.
Los ejemplos en el mundo sobran. Las democracias estables tienen entre dos y cinco partidos relevantes. Los países inestables tienen 20, 30 o 40.
En Italia, por ejemplo, llegaron a existir más de 100 partidos. El caos era equivalente a un plato de spaghetti. Solo basta recordar el pequeño Partido dell amore, cuya presidenta, la Cicciolina, se paseaba, levantándose la blusa, promocionando su conglomerado. El problema no era que formara el partido, el problema es que gracias al sistema electoral italiano fue electa diputada.
Existió un mundo sin partidos. Hace muchos siglos. Fue la democracia ateniense. La gente (o más bien los hombres libres) acudían a la Asamblea a decidir lo mejor para la polis. Lejos de la idealización que se pueda tener, está lleno de referencias a la demagogia, a los populismos y a las malas prácticas.
Pero habiendo aumentado la población, la participación directa se hizo imposible. Se requirieron los partidos, como la mejor manera de representar el sentimiento de la gente. Y claro que sí. No hay otra opción. La izquierda radical ha propiciado el “partido único” o los movimientos sociales, pero que no es más que una forma de capturar la voluntad de la gente. No hay alternativas. Se requieren los partidos. Pero no este salpicón actual.
Paradójicamente, el período de estabilidad que vivimos en los 30 años estuvo influenciado por un sistema electoral mayoritario: el famoso sistema binominal. Y si bien su origen pudo haber sido espurio y su objetivo inicial cuestionable, lo cierto es que permitió coaliciones sólidas. Y nunca fue cierto que “35 era igual a 65”, como repitieron casi todos. La proporcionalidad resultó ser, a lo largo de su existencia, más que aceptable.
Pero había que matar el binominal. Y probablemente era necesario. Pero no para llegar a un sistema proporcional extremo que nos tiene sumidos en este problema (de paso, dio cuenta de lo difícil que es hacer reformas profundas bien hechas, y del caos en que nos habría metido la nueva Constitución, donde eran cientos de reformas de ese estilo).
Chile se ha hecho ingobernable. Y lo seguirá siendo en la medida en que no se logre cambiar el sistema electoral para que vuelvan a existir pocos partidos. Pocos pero buenos, idealmente. Simplemente pocos, al menos.