Un 20 de octubre, como hoy, pero de 1854, en la rue Napoléon, en pleno centro de Charleville, en las Ardenas, nacía Jean Arthur Rimbaud, el poeta fulgurante y meteórico que llevaría adelante una de las aventuras más radicales de la historia del espíritu humano, la de crear —a través de la poesía— un lenguaje que pudiera comunicarnos de “alma a alma”. Su utopía fracasó, como fracasan todas las utopías revolucionarias, pero sus poemas, escritos en un período muy breve, en plena adolescencia, sí nos transforman cuando los leemos, nos producen una extraña felicidad, difícil de explicar. Cómo no agradecérselo al “pendejo” soberbio y genial al mismo tiempo (no siempre la soberbia juvenil va acompañada de genialidad), que reconoció el fracaso de su utopía, y abandonó la poesía y se transformó en traficante de armas. ¿Traficante de armas un poeta? ¡Qué voltereta final la de este arlequín y pájaro de fuego! Rimbaud lo entregó todo y vivió muchas vidas en una (“yo soy otro”, dijo). Quemó su juventud en la poesía, echó su “barco ebrio” a la corriente de ríos desbocados y “vio lo que el hombre ha creído ver”.
Tenía razón Rimbaud: creemos ver, ¿pero estamos seguros de ver la realidad con ojos limpios y nuevos cada vez, para captar todo su esplendor y maravilla? No soportamos demasiada realidad. Los grandes videntes, en cambio (poetas, músicos, pintores, místicos), reciben a raudales todas las sensaciones, las iluminaciones que están hasta en una mota de polvo o en un rayo de luz. Como decía Cézanne: “la inmensidad, el torrente del mundo, en una pequeña pulgada de materia”. Rimbaud es de esa estirpe de seres humanos que, en distintas épocas, se han atrevido a vivir y ver. Eso requiere ser valientes. Rilke decía que “esta es la única valentía que se nos exige: ser valientes para lo más extraño, asombroso e inexplicable que nos pueda ocurrir”. Quizás nuestra existencia nos parece a veces pobre y plana, porque nos ha faltado cultivar esa valentía de vivir el mundo como un milagro. Domesticamos ese milagro y las infinitas posibilidades de esa “vida abierta” las reducimos a unas cuantas alternativas de guion predecible.
Conmueve leer los primeros versos de un joven, casi un niño, de apenas 15 años, describiendo la pura alegría de ser, caminando por los senderos junto a la línea del tren: “en las azules tardes de verano iré por los senderos/ picoteado por el trigo/ pisaré la hierba menuda (...)/ dejaré que el viento bañe mi cabeza desnuda/ no hablaré nada ni pensaré en nada/ pero el amor infinito ascenderá en mi alma…”. En otro poema, se describe a sí mismo como un “Pulgarcito soñador, que desgranaba en mi trayecto/ algunas rimas”. Él fue Pulgarcito, el hermano menor que salva a los otros hermanos que tenemos miedo en el bosque de las pruebas. Iba lanzando rimas en el camino (en vez de piedras o migas) como señales de la ruta de vuelta a casa. Retornar a casa significa volver a la Casa del Ser. A veces un solo verso, un relámpago de este joven Prometeo de la poesía, nos devuelve, aunque sea por un breve instante, a esa casa. Frases fulgurantes como estas: “no hay que cambiar el mundo, hay que cambiar de mundo”. O: “hay que reinventar el amor”. O: “he tendido cuerdas de campanario a campanario, guirnaldas de ventana a ventana, cadenas doradas de estrella a estrella, y ahora bailo”.
Es verdad que también había un Rimbaud grosero, irreverente, ¿pero no es la adolescencia la edad donde coexisten el ángel y el demonio? El mismo blasfemo que había declarado la guerra a Dios y lo había insultado, diría más tarde: “tengo glotonería de Dios”. Con Rimbaud nunca se acaba, todo comienza siempre de nuevo. Como la primavera que ahora estalla cerca nuestro. ¡Qué insolente, qué soberbia es la primavera! ¿Es una adolescente? Sobre esa primavera, Rimbaud nos dejó un verso inquietante: “la primavera me trajo la risa terrible del idiota”. ¿Quién dijo que la primavera era fácil para quien la vive y siente con todo su ser?