No dar importancia a las viejas declaraciones de Gabriel Boric o Nicolás Grau sería ofensivo para ellos, porque equivaldría a decir que cuando escribían esos tuits no sabían lo que hacían y eran incompetentes o necesitados de interdicción.
Uno de los rasgos de quienes están hoy en el Gobierno —no de todos, desde luego— es la forma irreflexiva, tronante, moralizadora con que en el pasado se refirieron a la violencia o a los policías encargados de controlarla. Una muestra son los tuits, que se recordaron por estos días, del ministro Grau, los mensajes de uno de los directores del Metro o las reacciones desmedidas que en el pasado, cuando el sillón presidencial no era más que una quimera, tuvo el propio Presidente Boric.
Por supuesto sería absurdo privar de importancia a esas declaraciones de ayer como si no hubiera existido relación alguna entre lo que Gabriel Boric o Nicolás Grau decían y lo que de veras pensaban. Algo así sería ofensivo porque equivaldría a decir que antes, cuando ellos escribían esos tuits, no sabían lo que hacían y eran incompetentes, casi necesitados de interdicción.
Así, entonces, es mejor aceptar que dijeron eso y que lo creían y, al mismo tiempo, aceptar que han cambiado genuinamente de opinión.
Pero para que ese cambio sea creíble y verdadero (lo verdadero no siempre es verosímil, apunta Balzac) y despierte la confianza de la ciudadanía no basta con reemplazar una frase excesiva y tronante por otra frase igualmente excesiva y tronante, ahora de signo opuesto (como la amenaza del Presidente Boric de adoptar una conducta perruna y feroz contra quien infringe la ley), sino que es necesario reconocer que antes se estaba equivocado.
En suma, es necesario asumir la responsabilidad por los propios actos y los propios dichos.
Sin asumir la responsabilidad —y declarar que antes se erró en el diagnóstico o se fue injusto en la apreciación de los hechos, o se fue oportunista al decir esto o aquello, o apresurado por el anhelo de oponerse— es muy difícil que lo que dicen hoy, las nuevas declaraciones, despierten la confianza ciudadana. Es propio de los seres humanos (y esta es una de las cosas en las que las religiones soteriológicas o de salvación están de acuerdo) poder nacer siempre de nuevo, romper la cadena que nos ata al pasado y ensayar un nuevo comienzo. De otra manera, cada cosa que dijéramos o hiciéramos, o pensáramos, nos condenaría por toda la eternidad. Afortunadamente nacemos varias veces. Y esto vale también para la política. Pero para eso es necesaria una declaración explícita que derogue lo anterior. Por supuesto, tratándose de política sería casi ridículo pedir un acto de contrición; pero sí es necesario pedir que se reconozca la responsabilidad por lo que se hizo o dijo.
Y es que cuando se trata de pecados vale la contrición y cuando se trata de actos públicos es imprescindible hacerse responsable.
Ser responsable quiere decir tener conciencia de que los propios actos pasados influyeron causalmente en algo que ocurre hoy, o que ellos tendrán influencia en lo que ocurrirá en el futuro. La responsabilidad es, pues, tanto hacia el pasado como hacia el futuro. Así, alguien puede ser responsable de que una calle se haya inundado (responsabilidad por lo pasado) y, a la vez, ser responsable de que no vuelva a ocurrir (responsabilidad por lo futuro). Ambas formas de responsabilidad están obviamente vinculadas: si Pedro inundó una calle o contribuyó a sabiendas a que se inundara, es muy difícil (si no reconoce eso explícitamente) creerle que será capaz de evitar inundaciones futuras.
Y esa es, desgraciadamente, la situación de muchos de quienes alentaron, por simple entusiasmo o mala fe o convicción o inmadurez, actos violentos en el pasado. Influyeron en que la violencia fuera romantizada o vieron en ella un acto puro imposible de condenar y ahora están puestos en la necesidad de controlarla y evitarla. En otras palabras, son, en alguna medida (no en toda, pero indudablemente en alguna medida), responsables de la violencia acaecida y al mismo tiempo, y este es el problema, responsables de evitar que siga ocurriendo. Su situación, la situación del Presidente Boric, del ministro Grau, del director de Metro —no vale la pena ocultarlo—, es la misma de quien participó conscientemente en la inundación del jardín y ahora pretende que le crean que es él quien puede evitar que se inunde de nuevo.
Por supuesto, el deber de todos es confiar en que estarán decididos a hacerlo, y que lo harán; pero entretanto ayudaría que declararan saberse responsables de lo que dijeron y conscientes de la forma en que ello contribuyó a lo que ahora es su deber evitar.
De otra forma se asistirá una y otra y otra vez al esfuerzo inútil de creer que basta, para despertar la confianza, con decir algo que contradice lo que se dijo ayer, como si todo esto fuera un juego permanente de palabras y de frases o, para mayor precisión, como si todo lo que se dijo fueran solo palabras; pero si lo que se dijo ayer fueron solo palabras, frases apresuradas cuyo sentido no importa, y por cuyo contenido no hay que responder, ¿cómo evitar creer que lo que hoy se dice son también solo palabras que no obligan y que no generan responsabilidad alguna, frases que podrán ser desmentidas mañana?