Hace dos días, falleció, durante la siesta, y en Huelva, España, “el loco de la colina”. Jesús Quintero fue apodado así por el título de un programa de radio española de culto que él conducía. Fue una especie de mago o chamán de las conversaciones y, sobre todo, de los silencios. “El rey de los silencios” se lo llamaba, en medios (como la televisión y la radio) donde el silencio ha ido desapareciendo hasta volverse un imposible. En nuestra cotidianidad, también el silencio ha sido desterrado y esa es probablemente la causa de que ya no sabemos ni podemos escuchar.
Jesús Quintero generaba en sus conversaciones con personajes de los más distintos ámbitos (la política, el espectáculo y la cultura) espacios o “bolsones de silencio”, que hacían que el entrevistado se abriera o se entregara a revelar sus pensamientos y emociones más íntimas. Hoy se cree que, presionando al entrevistado, este terminará por entregar lo que el entrevistador espera de él. En realidad, no hay que ir en busca de una respuesta, como una suerte de policía o fiscal, sino muchas veces más vale darle la posibilidad a que el silencio —que en un medio de comunicación como la radio o televisión genera inquietud o molestia—haga su trabajo. Las mejores entrevistas de Quintero eran las conversaciones sin prisa, esa que hoy muchas veces impide respirar o pensar. “El loco de la colina” decía que su propósito no era tratar al entrevistado como una presa de caza: “no voy a acosarlo (al entrevistado): ni chuparlo, ni vencerlo. Nunca uso la estocada. Si ha de morir, se matará solo y con sus propias palabras”.
No en todas sus conversaciones logró esos momentos de verdadera apertura en que el otro se entrega a abrir su alma, pero cuando lo lograba, uno tenía la impresión de que, más que entrevistador, Quintero era un terapeuta. También un actor que se creó un personaje, o varios, un explorador que nos recuerda que en los medios de comunicación masiva también se pueden experimentar nuevos formatos, arriesgar, algo que la progresiva estandarización hace cada vez más difícil. Una de sus emisiones en la televisión se llamaba “El perro verde”, por un perro que lo acompañaba en un rincón del set televisivo. Ese poco de locura que había en él lo hacía un personaje entrañable, una especie de Quijote de la radio y la televisión, a veces delirante, a veces extremadamente lúcido, a veces ridículo, otras sublime. Varias de sus emisiones se abrían con unos monólogos o discursos sobre la vida, el dolor, con palabras rotundas, rotundamente españolas, altisonantes pero muchas veces certeras. Se atrevía a navegar en las aguas del “clisé”, acercando a millones de auditores y telespectadores a reflexiones que bien podrían haber sido “agonías” unamunianas, declamaciones que ponían al público masivo en contacto con el cada vez más debilitado y desprestigiado poder de la palabra.
Quintero nunca fue ni habría podido ser “cool”. En ese sentido, empezó a convertirse en un comunicador “demodé”, en un tiempo donde campea más la comunicación de pocos caracteres (como Twitter), tiempos de la estocada y la cuchillada fácil, y no de la escucha y la paciencia. Encontrarse con él en el dial, en plena noche, y escuchar al taumaturgo de la conversación pausada e intimista, producía una extraña felicidad. ¿Quién escucha hoy la radio en la noche? Los guardias nocturnos, los taxistas y los insomnes. Pienso que voy a prender la radio y encontrármelo de nuevo, de regreso, ahora fantasma con voz. Intoxicados de información, seguimos siendo esos “animales enfermos” que decía Nietzsche, necesitados de un narrador que nos reúna otra vez en torno a una fogata común y nos devuelva el calor y el silencio que nos faltan. Náufragos del dial y la vida, esperaremos siempre que un loco de la colina y su perro verde nos vendan la ilusión de lo que, sin embargo, sabemos irredimiblemente perdido.