Por el nivel futbolístico que enseña y por la desesperanza que provoca, la actual selección chilena debe ser una de las más discretas de los últimos 20 años. Asumir esa realidad es el primer paso para sacarla del pantano en el que está entrampada desde que en octubre de 2017 quedó eliminada del Mundial de Rusia, marcando el fin de uno de los ciclos más brillantes de su historia y el comienzo de un camino erizado y decreciente, hasta tocar fondo en los últimos amistosos con Marruecos (0-2) y Qatar (2-2).
Es necesario enjuagar el paladar entonces, entender que la época de gloria pasó y exigir de acuerdo a los futbolistas que hay y no a los imaginarios grabados en la memoria reciente. La escasez de alternativas para relevar a la “Generación Dorada” obliga a fijar metas congruentes con esa realidad.
Esta es una selección que se alimenta de uno de los torneos más pobres de Sudamérica —basta revisar el rendimiento internacional de los equipos chilenos en los últimos años—; de una pléyade de futbolistas que ya no juegan en la élite sino que en la segunda y hasta en la tercera línea europea, y de los viejos estandartes que a pesar de estar quemando las últimas energías siguen siendo insustituibles: es impensable un recambio prescindiendo de esa camada excepcional. Es cosa de recordar quiénes salvaron el honor frente a los qataríes (goles de Alexis y Vidal) y la añoranza permanente de los ausentes: en la última gira, nunca dejaron de hablar de Claudio Bravo, de Eduardo Vargas y de Mauricio Isla. La parvedad de materia prima retrasa el cambio generacional, aunque cada tanto asoman figuras refrescantes como Víctor Felipe Méndez.
La contrariedad es que sin entregar las soluciones que su escuadra pide a gritos, el DT Eduardo Berizzo se ha convertido en parte del problema: en los cinco partidos que lleva al mando, su dibujo se descompuso en la cancha, no tuvo respuestas en la adversidad, y su elenco se vio desorganizado y confundido en la táctica: la posición de Alexis Sánchez fue una entelequia, sin embargo, dio la impresión que fue el delantero y no el entrenador el que decidió dónde y cómo jugar en Barcelona y Viena.
Pese a todo, sería un despropósito condenar a Berizzo a estas incipientes alturas de su gestión, solo que es perentorio que recupere la claridad de sus años dorados en O'Higgins y también trazos de la influencia que supone haber nacido técnicamente al alero de Marcelo Bielsa, que fue lo que espoleó con más fuerza su contratación. De lo contrario, la campaña de espanto que prolonga desde que conducía a Paraguay puede terminar en otro fracaso demoledor.
Asumiendo que pasará mucho tiempo antes de volver a ver un representativo como el que conquistó el bicampeonato continental, la misión ahora es formar una selección digna, que no pase vergüenzas ante rivales superiores y que hasta pueda sorprender de tarde en tarde. Si “Toto” Berizzo cumple ese objetivo —en el que el fortalecimiento físico de sus jugadores debe ser el eje central, porque el problema endémico del fútbol chileno ha recrudecido—, avanzar a la Copa del Mundo no es un objetivo titánico ni sobrenatural. Al revés: debe ser el piso. No olvidar un hecho esencial: al Mundial 2026 pueden clasificar hasta siete de los diez países de la Conmebol. Si la Roja no avanza, será la eliminación más humillante pero también la menos dolorosa de la historia, porque es muy distinto quedar al margen cuando hay savia de sobra —como ocurrió con Chile en 2018 y con Colombia en 2022—, que cuando no se puede jugar porque no hay nomás.
Felipe Vial
Editor de Deportes