Es probable que los lectores conocieran a Ernesto Rodríguez Serra, muerto recientemente, y puesto atención al título que dio a su programa cultural: “Crítica y celebración”, le puso, y vean cómo esas dos palabras pueden ir perfectamente juntas y hasta reemplazar la ya muy manida figura del vaso medio lleno y medio vacío. Ernesto no utilizó esas dos palabras a propósito de nuestro proceso constituyente. Ellas expresaban una posición suya ante la vida, en la que siempre debe haber tanto crítica como celebración.
Entonces, excusas por emplear sus palabras fuera de contexto, pero no quería iniciar esta columna sin rendir homenaje a la memoria no de un tipo excepcional, sino único, incomparable. Además, palabras como “crítica” y “celebración” pueden tener aplicación en lo que atañe hoy a Chile.
Se está escribiendo mucho sobre las causas de lo acontecido el pasado día 4. Ya aparecerán libros completos sobre el particular y hasta tesis doctorales. Muy bien todo eso, con la salvedad de que no hagamos lo de siempre: poner atención solo a aquellos textos e interpretaciones que coinciden con nuestras propias ideas y apreciaciones, por no hablar de nuestros prejuicios e intereses. Algo así recomendaba Rodríguez en todos los planos de la vida, y lo que, sin aires doctorales, trataba de inducir en los jóvenes: desarrollar mentes complejas y no partisanas ni maniqueas.
¿Qué es toda sociedad democrática y abierta? No propiamente una unidad, sino un avispero de múltiples y distintas creencias, ideas, valores, prejuicios, modos de pensar, lenguajes, formas de vida, apreciaciones sobre el presente, interpretaciones del pasado, planteamientos acerca del futuro, e intereses. Una constatación que sirve para advertir que, a la hora de buscar acuerdos, estos se llevan a cabo de distintas maneras si nuestras naturales diferencias recaen en uno u otro de tales aspectos. No se debate de la misma manera, por ejemplo, ni tampoco con la misma expectativa, cuando se confrontan creencias a cuando los que se enfrentan son intereses. Por tanto, a la hora de buscar acuerdos es preciso identificar bien sobre qué recaen nuestros desacuerdos. Procesar desacuerdos para intentar llegar a acuerdos, o cuando menos a una tolerancia mutua, es algo que se hace de diferentes modos según si el desacuerdo recae sobre creencias o sobre intereses, sobre el pasado o el futuro, sobre modos de pensar o formas de vida.
Los desacuerdos sobre creencias —por ejemplo, uno afirma y otro niega la existencia de Dios— se procesan mediante el diálogo, pero sin expectativas de alcanzar un acuerdo o que uno de los intervinientes convenza al otro. Cuando se trata de ideas opuestas —un nuevo retiro, o no, de fondos previsionales—, otra vez el diálogo, pero ahora con posibilidad de llegar a un acuerdo o que una de las partes se deje convencer por la otra. Y cuando lo que se enfrentan son intereses —como en una huelga—, lo que se impone como método es la negociación y como posibilidad una transacción.
No me resulta difícil mantener la esperanza en que de este momento en que nos dejó el resultado del día 4, tal como se dice en el fútbol, saldremos jugando, o sea, rápidamente y por vías institucionales, esto es, sin perder la pelota y de acuerdo a las reglas del juego.
Si pensamos en un semáforo, desde aquel día quedamos con luz amarilla. Por poco tiempo, espero, y sin pensar en volver a la roja. Apuremos ahora la verde, que ordena seguir, pero que no determina el rumbo (bordes) que se deba tomar.
Los países viven siempre en una cierta penumbra, más o menos marcada según los casos. Para ir ganando luminosidad, no se pueden valer de un interruptor convencional que basta con presionar levemente para conseguir que una habitación se inunde de luz. Lo que tenemos es eso que se llama “dimer”, un interruptor que va dando o restando luminosidad según se lo gire de un lado o del otro.
En materia constitucional, nuestra oportunidad es ahora continuar girando el interruptor en el sentido correcto. Y ese sentido fue ya resuelto: el reemplazo y no la simple reforma de la actual Constitución.